17 de mayo de 2007

Todas las noches lo mismo

Miguel estaba sentado en la puerta de su casa, con las rodillas a la altura de su pera y ésta apoyada en ellas. Sus brazos abrazaban sus piernas como queriendo protegerlas del arrebato de algún malnacido que las viera y quisiera venderlas en algún que otro mercado de carne clandestino. En el momento que su madre gritó desde el interior de la casa pidiéndole a Miguel un poco de ayuda para dar de comer a su ganado de colillas, el joven distraído apoyó ambas manos sobre el concreto, lo que permitió que en unos segundos, una figura oscura lo atacara y, entre una bola de forcejeo y mano aquí y mano allá y “ahí no que me gusta”, Miguel se viera desplomado en el medio de la acera, sin piernas.
La situación era desesperante y confusa a la vez. Miguel miró hacia ambos lados de la calle, pero no vio más que un par de atunes divagando por el mercado de frutos anales. Su respiración se hacía cada vez más forzada y dificultosa, y sus cejas estaban tan arqueadas que de repente se le escapó un gas, a lo que los atunes dirigieron su mirada de deseo de consumidor final. Miguel decidió dejar de lado las dudas y preguntas y reptar hasta la puerta, abrirla, entrar, meter la alfombrita de “welcome” adentro y cerrar de un portazo, escapando así de los atunes que quedaron retorciéndose en el asfalto hasta morir de asfixia.
Esa noche cenaron empanada gallega. Su madre sirvió la cena en una fuente de madera que su propio padre había tallado cuando aún estaba con vida. Miguel la miró a los ojos y golpeó la fuente, estrellándola contra la vapuleada cara de su madre. Al querer bajarse de la silla para huir hacía su habitación, el niño olvido que ya no poseía piernas, y se reventó la nariz contra el suelo. La imagen de vulnerabilidad que demostraba Miguel, con sus ojos llenos de lágrimas, su nariz que ya no era una nariz, sino una rosa roja repleta de sangre y pedacitos de cornetes, y sus piernas que ya no eran piernas, sino nada en absoluto, ya que como he relatado, se las habían arrebatado para venderlas en algún mercado de frutos anales clandestino (léase el texto desde el principio), hicieron que la madre estallara en lágrimas y se arrodillara junto a su hijo y lo abrazara. El dolor era intenso, sus rodillas habían caído de lleno sobre los dientes de Miguel, los cuales atravesaron piel y carne y terminaron por romper los ligamentos cruzados de la madre.
En ese momento, Julio, el menor de la familia, quién presenció todo este episodio, bajó de su sillita alta, gateó hasta la puerta, la abrió, puso la alfombrita de “welcome” en la entrada y antes de cerrar la puerta dijo: “Avísenme cuando terminen con toda esta ridiculez, yo me voy a comer por ahí con Méndez, que me prometió unas ancas de niño con maíz”.

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