26 de septiembre de 2010

De cobayos y ratas

Las últimas luces de la casa se apagaron y los ojos del cobayo manchado quedaron perdidos en la oscuridad, brillando con la luz de la luna que entraba por entre las cortinas. El cobayo pardo ya se había acomodado en un rincón y miraba a su compañero parado con el hocico contra la rejilla de la jaula.
- ¿Qué esperás? -preguntó el viejo de pelaje oscuro con un tono algo escéptico de entrada.
- Que vengan -respondió el otro automáticamente.
El viejo se dio cuenta a tiempo de que cualquier otra pregunta que pudiera hacer al respecto podría desencadenar una discusión de la que ya había participado lo suficiente como para volver a ahondar en ciertos temas. Una risa irónica y un suspiro bastaban para señalar la abstención. Cerró los ojos y se dispuso a soñar con un buen trozo de manzana por la mañana.
El cobayo manchado permanecía en su vigilia, calmo y alerta. Movió sus patitas y se acomodó entre las virutas. La casa ya estaba casi dormida. Justo en el momento en el que volteaba su cabeza para asegurarse de que el viejo dormía, oyó el sonido.
Un pequeño ratón de color gris asomaba su nariz por un pequeño orificio en el zócalo, cerca de la puerta que daba al parque. Con pequeños movimientos cortos y rápidos fue ingresando todo su cuerpo a la habitación. Con la cola dentro del orificio aun, se quedó unos segundos quieto analizando el aire con su olfato. El cobayo manchado estiraba su cuello agarrado de la reja de la jaula con sus patas delanteras. Lo había estado observando muy detenidamente desde que lo oyó entrar.
De repente, el ratón se disparó a alta velocidad a lo largo de la cocina, pegado contra el zócalo para no ser visto y no perder la noción de las dimensiones. El cobayo lo vigilaba desde lo alto del aparador intentando no perderlo de vista en la oscuridad. Al llegar a una esquina, el ratón se tomó un tiempo para volver a olfatear el lugar y luego corrió directo hacia la falseada puerta que pretendía salvaguardar la basura de intrusos como aquel. Con mucho esfuerzo, el ratoncito pudo empujar la puerta y entrar al cubículo donde lo esperaba su hediondo festín. Por un momento, sólo se podía observar la cola del ratón asomándose por debajo de la puerta entreabierta. El cobayo seguía espiando al pequeño ladrón con ansias de ver qué lograba sacar de los restos de comida guardados tras aquella puerta.
Una luz en el pasillo se encendió y el cobayo quedó enceguecido por un momento. Desesperado, trató de alarmar al ratón desde allí arriba. Lo primero que se lo ocurrió fue arrojar viruta al suelo, a través de la reja, pero no fue demasiado el ruido que pudo lograr por lo que, sin más, se subió a la rueda y comenzó a correr lo más rápido que pudo.
- ¿Qué carajo hacés? -le gritó el cobayo viejo, pero el manchado no le prestó atención. Seguía corriendo con el cuello estirado, esperando ver al ratón saliendo por la puerta de la basura. La luz de la cocina se encendió e inmediatamente vio una bola gris disparada a gran velocidad a través de la cocina, en una línea recta hacia el orificio en el zócalo cerca de la puerta. El ratón desesperado atravesó el conducto con dificultad y desapareció.
La Niña se paró frente a la jaula observando perpleja cómo el cobayo de manchas corría en la ruedita como nunca antes lo había hecho. El viejo dormía como siempre. La Niña sonrío y golpeó la jaula con un dedo. El cobayo joven, confundido, aumentó la velocidad. La Niña parecía ahora enojada y de un golpe en el techo de la jaula con la palma de la mano hizo detener al cobayo que olfateó el aire unos segundos y corrió directo a una esquina, se acurrucó y cerró los ojos. Las luces de la casa volvieron a apagarse.

- ¿Y ahora por qué no comés? -preguntó el cobayo pardo al otro mientras mordisqueaba desesperado su pedazo de manzana verde.
El cobayo manchado, tirado contra la reja lejos de su trozo de fruta, se miraba las patas traseras mientras las movía como si pedaleara.
- No tengo hambre -balbuceó.
El viejo le echó otra de sus ya conocidas miradas escépticas.
- ¿Por qué no te dejás de joder?
- Porque estoy harto de estar acá adentro, comiendo y haciendo nada, mirando todo a través de la reja.
- Así es la vida, acostumbrate.
- No, no me quiero acostumbrar. ¿Vos viste al ratón gris de anoche?
- ¡Yo sabía! -comenzó a reír el viejo- ¿Qué tenés con las ratas?
- ¡Que se la viven jugando para comer! -gritó indignado el cobayo manchado- No es que quisiera que vivan encerradas como nosotros, pero acá la comida nos la sirven como a duques y a ellos los envenenan o los desnucan por comerse la basura. ¡La basura! ¡La que tiran todos los días porque no la quieren!
- ¡Y si son ratas! ¿No las ves? ¡Son - ra - tas!
- ¿Y nosotros qué somos?
- Cobayos, claramente.
- ¿Y cuál es la diferencia?
El viejo lo miró con los ojos abiertos, sin entender una sola palabra de lo que el otro le preguntaba.
- Basta – dijo, determinante-, acá se queda. Evidentemente estás muy pelotudo.
- Como vos digas – se resignó irónicamente el joven.
El silencio se adueñó de la jaula por el resto del día y el trozo de manzana verde del cobayo manchado se oxidó lentamente con el aire de primavera que entraba por los ventanales de la cocina y hacía flamear como banderas las cortinas con motivos gastronómicos.

Llegaba una noche más de esas en las que los seres humanos suelen dejar los ventanales abiertos para que entre el viento fresco y se lleve el calor del día que quedó atrapado en la casa. Esta vez el viento no era demasiado fuerte pero circulaba suavemente.
El orificio en el zócalo ya había sido bloqueado por un taco de madera y algunas hojas de diario viejo. El ratón se disponía ahora, en la base de uno de los ventanales, a masticar con paciencia el mosquitero de plástico verde. El cobayo manchado lo observaba fascinado.
Una vez dentro, el ratón saltó del ventanal a la mesada y comenzó a inspeccionar el lugar con su bigotudo hocico. El cobayo se paró detrás del trozo de manzana verde oxidado y lo empujó con esmero hasta el frente de la jaula. Era una rebanada bastante fina, por lo que la ubicó de manera que pudiera hacerla pasar por entre dos de las barras del enrejado. Se asomó sobre la media rodaja y vio que el ratón ya no estaba. Supuso que había entrado una vez más al basurero, entonces esperó.
Esta vez el ratón tuvo su tiempo para revisar la basura y salir tranquilo. Antes de que comenzara a buscar su salida, el cobayo le llamó la atención con un breve chillido. El ratón se quedó congelado. Al segundo chillido comenzó a olfatear el aire y finalmente divisó la jaula en lo alto del aparador. Parecía desconfiado, no sabía qué era lo que le llamaba la atención con ese sonido.
Entusiasmado por el éxito, el cobayo comenzó a empujar el trozo de manzana a través de los barrotes. Eran algo más estrechos y rallaron la manzana quitándole un poco de agua, que goteó sobre el suelo llamando más aun la atención del ratón. Al caer definitivamente la rebanada al suelo, el ratón salió disparado hacia ella y la masticó hasta deglutirla en unos segundos. El cobayo trataba de verlo desde la altura como podía, desde una perspectiva demasiado vertical. El ratón se relamió y se limpió los bigotes antes de echar una última mirada a la jaula. Confundido, corrió hacia la mesada, subiendo por una silla cercana y saltando luego al ventanal. Antes de escapar, se volteó para mirar una vez más y observó a lo lejos dos ojos brillando en la oscuridad.

- ¿Anoche te agarró el hambre? –preguntó el cobayo pardo al manchado que asintió levemente mientras comía con desesperación un nuevo trozo de manzana.
- Y ahora no podés parar – agregó.
El otro sonrió sin dejar de masticar la fruta.
- Estuve pensando en lo que dijiste ayer – comentó tímidamente el viejo-. Hijo, la vida hay que aprovecharla. Si acá nos encontramos, por algo debe ser. No podemos rechazar lo que se nos da.
El joven no soltó la manzana ni respondió a ninguna de las palabras del viejo, que lo miraba con impotencia. Resignado, dio media vuelta y volvió a recostarse en su esquina.
No tardó en llegar la noche y el cobayo manchado ya tenía preparado un trozo de manzana que guardó bajo algunas virutas especialmente para volver a tomar contacto con la rata. Bloqueados el orificio del zócalo y cerrados los ventanales de la cocina, no había forma de que algún roedor pudiera ingresar a la casa y el cobayo se dio cuenta de que no había reparado en eso, por lo que pasó la noche en vela, comiéndose de a poco el resto de la manzana y durmiéndose a la hora en la que el sol comenzaba a asomar entre las cortinas.

Una noche más llegó como todas y ambos cobayos se encontraban en sus respectivas esquinas. El viejo ya dormía y el joven esperaba pacientemente a que sus párpados cayeran y ya no quedara otra opción que hundirse en el sueño.
La jaula comenzaba a ceder ante las manos que metían sus dedos entre los barrotes, tratando de alcanzar al cobayo que buscaba desesperado una salida. El ruido de los barrotes doblándose y quebrándose eran terroríficos y entre risas y gritos de humanos se escuchaba un agudo chillido que el pequeño animal no podía identificar. De repente, la base de la jaula se abría y el cobayo caía sobre una canasta repleta de manzanas y ratas que lo esperan con la boca abierta. El chillido agudo se multiplicaba y el cobayo despertó de golpe. La casa dormía en silencio. El joven trató de asimilar la pesadilla y antes de que sus rápidas pulsaciones volvieran a estabilizarse, un lejano chillido lo sorprendió otra vez. Esta vez era real y venía de afuera de la jaula.
Desesperado, el joven roedor corrió hasta un extremo de la jaula y trató de mirar hacia abajo con un solo ojo. Allí estaba el ratón gris, en la base del aparador, erguido sobre sus patas traseras mientras olfateaba el aire.
- ¿Tienen algo? – preguntó el pequeño carroñero apenas vio unos bigotes asomarse.
- ¿Qué? – preguntó el cobayo confundido aun por la pesadilla.
- Si tienen algo, no tengo mucho tiempo.
El de la jaula se volteó y vio que no había restos de comida en ella. Hacía varios días ya que había abandonado su austera campaña de caridad.
- No, no tengo nada –le contestó apresurado-. Puedo decirte dónde hay. La heladera está repleta.
El ratón se quedó unos segundos olfateando el aire, se apoyó en sus patas delanteras y se perdió por debajo de la mesa.
- ¡Esperá! ¿A dónde vas? -exclamó el cobayo tratando de no despertar al viejo- La heladera es para el otro lado –explicó.
Unos segundos después, vio al ratón subir velozmente por la pata de una silla y pararse sobre el respaldo.
- ¿Pensás que no sé dónde está la comida? ¿Pensás que somos boludas? ¿Cómo carajo querés que abra una heladera? Soy una rata, pelotudo ¿Cuánto pensás que mido?
-No, perdoname –fue lo único que se le ocurrió  decir. La vergüenza que sentía lo ahogaba.
- Vos las tenés todas allá arriba. ¿Te pensás que es fácil? Vení, bajá y ponete a buscar algo para comer, vas a ver lo jodido que son las cosas acá abajo.
El cobayo calló. El ratón lo miró decepcionado, bajó de la silla y lo miró una vez más desde el suelo.
- Podés tirarme un pedazo de manzana cada tanto, pero desde allá arriba nunca vas a cambiar las cosas –sentenció antes de abandonar la habitación por el orificio que había vuelto a abrir carcomiendo el taco de madera.

- ¿Otra vez sin hambre? –preguntó el cobayo viejo que ya veía frustrados sus intentos por comprender a su compañero de jaula.
- Sí –respondió seco el otro.
El cobayo pardo ya estaba viejo y ahora lo único que le importaba realmente era su pedazo de manzana diario y su colchón de virutas hasta el día que no volviera a despertar. Por eso simplemente calló.
Afuera llovía a cántaros y el cobayo joven intentaba tenazmente vencer uno de los barrotes de la jaula y doblarlo para abrir un orificio lo suficientemente grande como para escapar por allí. El viejo dormía cada vez más profundamente. Ni los destellos ni los truenos afuera lograban despertarlo.
El cobayo joven se entusiasmó al ver que uno de los barrotes cedía levemente y ya se disponía a doblar el segundo cuando observó a lo lejos, en el suelo de la cocina, una pequeña bola negra deslizándose lentamente a lo largo del zócalo bajo los ventanales. El ratón, empapado de agua, se dirigía sigilosamente hacia la parte de atrás de la heladera, por donde generalmente lograba trepar hasta la mesada.
El cobayo manchado duplicó sus fuerzas y desesperadamente trató de vencer el segundo barrote para poder bajar al tan ansiado encuentro con la rata cuando un estallido seco retumbó en toda la cocina. El cobayo se quedó paralizado por el ruido.
Una luz se encendió en el pasillo y el joven volvió desesperadamente a su rincón. Inmediatamente se encendió la luz de la cocina y La Mujer caminó directo a la heladera. Se asomó por detrás de ésta y dio un alarido que sobresaltó a ambos cobayos. El viejo lo miró al joven, confundido. El cobayo manchado le devolvió la misma mirada. El Hombre entró a la cocina y apartó a La Mujer de su camino. Corrió con todas sus fuerzas rápidamente la heladera y tomó una bolsa. El cobayo pardo caminó hacia el frente de la jaula y pudo observar cómo El Hombre introducía en la bolsa una rata desnucada por su trampa. El viejo sonrió y miró a su compañero. El joven tenía la mirada perdida y temblaba del terror.
En un instante todo volvió a la normalidad. La casa quedó en silencio y sólo se escuchaba la lluvia cayendo sobre el techo. El cobayo joven ya no temblaba. Desde la distancia, acurrucado en su tibio rincón, miraba con los ojos completamente abiertos los dos barrotes de metal doblados.

3 de junio de 2010

He visto sus ojos

Acusábanme de abusar de mi autoridad moral, de imponer un discurso de una manera aparentemente fascista, de elevar demasiado el nivel de trascendencia de los tópicos de conversación, con tonos casi agresivos, violentos, y hasta de desconocer y nunca considerar apropiadamente la situación intelectual de mis interlocutores...

Y ahora veo que todo ese fervor que yo no pude controlar al escuchar falacias e impunes discursos contra las minorías y los excluídos, es el mismo al que ellos dan rienda desde sus más íntimos pensamientos, desde sus más profundas convicciones y desde sus mismísmas entrañas, exponiendo el rojo color del fuego ardiente de su sangre concentrándose en las cumbres de sus rostros, de la frente hasta el cuello (y más allá, quizás), elevando la voz de manera casi intimidante, pero con el escalofriante objetivo de demostrar a toda costa el ODIO hacia la sociedad de la que forman parte pero a la que no parecen (querer) reconocer su propia pertenencia, a la que saben observar despectivamente desde un trono en lo alto del Monte Olimpo, desde donde descargan sus vómitos, inundando así este valle de ignorancia, locura, incompetencia y egoísmo, ahogando a los culpables de su injustísimo pesar, condenándolos a la muerte y al eterno suplicio infernal.

Yo lo he visto.

He visto sus ojos.

27 de mayo de 2010

Click

Hace ya un tiempo que vengo hablando y escuchando hablar en el círculo íntimo, entre hermanos de cabeza, corazón y mano (más bien puño), esa palabra tan breve y concisa como ambigua.
Click.
“Pasa que vos tuviste un ‘click’”.
“Hubo un momento en nuestras vidas que nos hizo un ‘click’”.
Muy bien. Mi cabeza hizo “click”. Se supone que esa onomatopeya responde a una apertura craneal, metafóricamente hablando, a una revolución intelectual, una grieta que se abrió y dio paso a una infinita cantidad de información que tiró abajo lo viejo y alzó la bandera de la verdad, aun la de aquella que niega su propia existencia.
¿Cómo entender ese “click”? ¿De qué manera lo experimenté y bajo qué argumentos?
“Tu cabeza te hizo ‘click’” y todas sus variantes no me dejan de resultar argumentos demasiado pretenciosos. Yo mismo los utilizo, no me queda otra. Todo el mundo parece entender cuando se habla de un “click”, pero es precisamente por eso que descubro que esa pequeña palabra no funciona correctamente.
Click.
¿Qué significa realmente que la cabeza nos haga “click”? ¿A todos los que lo vivimos, nos hace el mismo “click”? ¿Es ese “click” algo concreto? ¿Hay uno y sólo un “click”? ¿Cómo puede una persona que no entiende lo que yo entiendo y cómo yo lo entiendo, entender que me hizo “click” la cabeza? ¿Cómo puede acaso esa misma persona, por sus propios medios, diagnosticarme un “click a nivel cerebral”? Digo: ¿no le da ni un poquito de intriga o curiosidad por saber qué se siente experimentar ese “click”? ¿O es que hablamos de diferentes “clicks”?
Suelo caer en la conclusión rápida de que el hecho-click es para algunos una representación de algo que unos pocos creemos que nos sucede y el resto del planeta nos sigue la corriente, como a los locos, simplemente para no discrepar. De todas formas, no me disgusta ser tomado por loco.
Click.
¿Qué hay más allá del “click”? Mucho, desde luego. El problema es que ya no recuerdo cuándo fue el “click”. Más bien creo que ahora es el “click” y que, de ahora en adelante, no podré escapar de ninguna manera a ese “click”. Pero, entonces, ¿no es “click” una onomatopeya algo escasa?
“Clicks” hago muchos durante el día; mi vida está dedicada mayormente a manejarme mediante “clicks”. Quien inventó el mouse condicionó mi vida. Pero todos esos “clicks” a los que difícilmente algún día logre escapar, de ninguna manera forman un gran “click” eterno. De hecho son “clicks”. La palabra, el sonido lo dice. Representa algo espontáneo, puntual, específico, que no se perpetúa en el tiempo, precisamente.
Click.
Si bien puedo pasarme la vida buscando una palabra que represente mejor mi condición, el problema más grave, creo, radica en la cuestión del anhelo por la diferenciación.
Es claro que algo cambió en mí. Es claro que no soy el mismo de antes. Está claro que ya no pertenezco al sector de la sociedad que, sumergido en la rutinaria cotidianeidad, se suele definir como “ultra-alienado”. Ahora bien: ¿cuáles son las razones por las cuales una persona como yo puede autoproclamarse “desalienada”? ¿De qué manera puedo yo asegurarme de que la experiencia que he vivido estos últimos años me relaciona con una minoría y me diferencia de una mayoría? ¿Qué pruebas tengo yo de que realmente soy diferente a otras personas cuya vida transcurrió y transcurre bajo las mismas condiciones que determinaron y determinan la mía? Así como me pregunto si quien me diagnostica un “click” desde una posición ajena a la experiencia en cuestión, realmente entiende de qué se trata ese “click” y si no lo llena de curiosidad por no haberlo vivido, me pregunto también si yo mismo debo realmente considerar que esa persona es completamente ajena y que las posibilidades de que su cabeza haga ese “click” distan demasiado de las mías como para hablarle de igual a igual.
Click.
Pensar que soy yo alguien especial, con una experiencia intelectual diferente a la de los demás y partir de ese punto para relacionarme con las personas que me rodean, me resulta una actitud de extrema subestimación a la naturaleza y a la capacidad del intelecto del otro. Si para discutir sobre ciertas cuestiones, debo yo primero considerarme alguien diferente y en dicho caso, superior al resto de los interlocutores, creo que muy difícilmente lograré sostener dicha discusión de una manera horizontal y, por ende, ni yo ni quienes participen del debate lograremos enriquecer nuestro conocimiento. En otras palabras, me quedaría solo.
Click.
En conclusión, se me dificulta encontrar una mejor manera de expresarme que la de decir sin vueltas los que pienso, así eso implique, supuestamente, una exigencia intelectual especial para algunos, para que logren entenderme o por lo menos para que no se sientan intimidados por mi lógica aparentemente extraordinaria.
Click.

18 de abril de 2010

Sobre pretenciones

¿Cuál es la diferencia entre ser aquello que uno era, que uno se dispone día a día a dejar de ser y con lo que uno está cada vez más en desacuerdo, y esto que uno pretende ser, que uno intenta constantemente demostrar que es, hasta el último detalle, corrigiéndose una y otra vez, convenciéndose a la fuerza de que uno ya lo es desde el momento en que deja de ser aquello primero?
Descubro que el yo que veo mal es tan explícito y avergonzante como difuso, ambiguo y engañoso es el yo que veo bien. No sé qué soy en este momento, no puedo determinar cómo ser ni cómo cambiar lo que me hace la persona que no quiero ser. Pretendo dejar de ser algo con sólo negarlo y ser otro con sólo afirmarlo. Pero me doy cuenta que el pretender ser algo nuevo con sólo afirmarlo, determina que hay algo en mí a cambiar que no estoy viendo, y es el aspecto autoritario, caprichoso y engañoso que me obliga a creer que soy algo cuando realmente no lo soy.
Descubro también en mí la vanidad al querer ser una más entre todas las personas. Esa contradicción me lleva a replantearme mis más profundos deseos, sueños y utopías. ¿Cuán lejos podré ir y cuán exitoso podre llegar a ser en la búsqueda de mis principales objetivos, si se encuentran éstos agraviados por un objetivo tramposo, subyacente e invisible que no logro asumir ni neutralizar? Quizás deba primero abandonar la mayor parte de esos objetivos para replantearme quién soy, qué soy y qué es lo que quiero ser.
Accionar libre e independientemente contra el sistema que nos oprime, junto a compañeros que apuntan hacia un objetivo similar, cuando es entre nosotros que descubrimos, al vernos reflejados, una inmaudrez, una indeterminada e inconclusa introspección, y una más que evidente vanidad, propia de cualquier sujeto conciente de sus ambiciones, creo que nos obliga a detener nuestro paso, calmar nuestras ansias, y sentarnos a escuchar lo que nos dice nuestra propia mente.
Creo que es necesario también tener en cuenta la inminencia con la que se presenta la frustración. Descubro en mí que ninguna de mis convicciones está del todo determinada como tal, y que en este mundo hay miles de millones de personas, de la cuales yo soy sólo una. Una en miles de millones.
Planteo, pues, por el momento, reducir la lucha a buscar ser lo que uno pretender ser y no buscar hacer del mundo lo que uno pretende que el mundo sea.

16 de abril de 2010

Conclusiones sobre La Náusea

Acabo de terminar de leer La Náusea, de Jean Paul Sartre. Fue la última vez que lo terminé de leer por primera vez. Hubiera querido que fuese mejor, por ser la última vez. Pero no, fue un final leído a los apurones sobre un colectivo, con un envión de emoción que me arrojó al vacío que llena la parte de adentro de la contratapa. A pesar de eso, no voy a intentar leerlo de nuevo. Ya me ha pasado y ya lo he intentado, y es en vano. Los finales se leen una primera y última vez; las demás, son falsas reproducciones, vacías.
Por más inconveniente que pueda resultar terminar un libro a los apurones antes de que el colectivo sobre el que uno viaja llegue al destino en que uno pretende descender, resulta una experiencia especial. Siempre cierro el libro, en busca de algo más; su finitud es mortal, y me da a entender que no sólo Borges supo soñar con el libro de arena.

Vivo en el siglo XXI y aún soy algo adolescente. Pensé en seguida en expresar todo eso que sentí, o lo que más logre rescatar, a través de este fenómeno llamado Internet. Qué estúpido, qué coherente. Demasiado fiel a mi generación. Pero es que Sartre no sólo me ha dicho “ce que tu ressens, c'est l'existence, c’est la nausée”, no sólo rompió con mi ego como lo hizo con el suyo y con el de Antoine Roquentin, sino que, además, me genero una necesidad, una urgencia desesperante por querer que todo el mundo sienta la Náusea. Si todo el mundo la sintiera, si todo el mundo pudiera sentir la Náusea, éste sería otro mundo. Por eso quise llevar toda esa gran sensación que me generó Jean Paul con su libro a la red social donde circula la gran mayoría de los jóvenes de mi generación, en especial aquellos con quienes puedo compartir un evento personal e intelectual de este tipo.

Juro que me superan las ganas de subir el libro entero de a fragmentos. Sería una locura, pero es que siento que no es suficiente con recomendárselo a uno y cada uno. De todas formas, no sé cuántos podrían llegar a apreciarlo como yo lo hice. Estoy seguro de que yo mismo no he podido entenderlo por completo, pero supongo que no es fácil llegar a la concepción de la existencia que plantea Sartre, a vivir esa experiencia que él llama la Náusea. Nada se pierde intentando.

Finalmente, una de las conclusiones más fuertes que pude formular al finalizar la novela es que si Sartre esperaba, como M. Roquentin, perpetuar su existencia a través de un libro, lo logró. O por lo menos conmigo.

Jean Paul Sartre, yo pienso mucho en usted, aunque ya esté muerto.

10 de abril de 2010

Fragmento de La Náusea, de Jean-Paul Sartre

(Antoine Roquentin se encuentra almorzando con el Autodidacto en un restorán.)

"Recorro la sala con la vista. ¡Qué farsa! Todas esas personas están sentadas con aire de seriedad: comen. No, no comen: reparan sus fuerzas para llevar a cabo la tarea que les incumbe. Cada uno tiene su pequeño empecinamiento personal que le impide darse cuenta de que existe; no hay una que no se crea indispensable para alguien o para algo. (...) Cada uno de ellos hace una cosita, y nadie más indicado para hacerla. (…) Y yo estoy entre ellos, y si me miran, han de pensar que no hay nadie más indicado que yo para hacer lo que hago. Pero yo sé. No lo demuestro, pero sé que existo y que ellos existen. Y si conociera el arte de persuadir, iría a sentarme junto al hermoso señor de pelo blanco y le explicaría lo que es la existencia. Pensando en la cara que me pondría, lanzo una carcajada. El Autodidacto me mira sorprendido. Quisiera detenerme, pero no puedo: me río hasta las lágrimas.
-Está usted alegre, señor – me dice el Autodidacto con aire circunspecto.
-Es que pienso – le digo riendo – que estamos todos aquí, comiendo y bebiendo para conservar nuestra preciosa existencia, y no hay nada, nada, ninguna razón para existir.
El Autodidacto se ha puesto grave. Hace un esfuerzo para comprenderme. Me reí demasiado fuerte; he visto que varias cabezas se volvían hacia mí. Y además lamento haber dicho tanto. Después de todo, a nadie le interesa.
Repite lentamente:
-Ninguna razón para existir… ¿Quiere usted decir, señor, que la vida no tiene objeto? ¿No es eso lo que llaman pesimismo?
Reflexiona un instante más y dice, con dulzura:
-He leído hace unos años un libro de un autor americano; se llamaba: ¿Vale la pena vivir la vida? ¿No es la cuestión que usted plantea?
Evidentemente no, no es la cuestión que yo planteo. Pero no quiero explicar nada.

-Concluía - me dice el Autodidacto con tono consolador- defendiendo el optimismo voluntario. La vida tiene un sentido si uno quiere dárselo. Primero hay que obrar, lanzarse a una empresa. Cuando se reflexiona, la suerte ya está echada, uno está comprometido. No sé qué piensa usted de esto, señor.
-Nada - digo.
O más bien pienso que es ésa la clase de mentira que se dicen perpetuamente el viajante de comercio, los dos jóvenes y el señor de pelo blanco.
El Autodidacto sonríe con un poco de malicia y mucha solemnidad.
-Tampoco es mi opinión. Pienso que no necesitamos buscar tan lejos el sentido de nuestra vida.
-¿Eh?
-Hay un objetivo, señor, hay un objetivo... Están los hombres." 

4 de marzo de 2010

Empezar a correr

Cada día estoy más libre de odio gratuito. Respeto, comprendo y miro el uno a través del todo.
Sólo me paro en frente de quienes realmente odian y de quienes no saben ni quieren saber de dónde viene su odio. Tampoco a dónde va.

La historia se dobla y se retuerce. Las grietas florecen y vive la amenaza de fractura.
La historia resiste porque aun está sola. No puede terminar de salir de la pobreza a la que la condenaron, queriendo asesinarla, sin saber que la historia es inmortal.
Son muchos los que no saben del mal que pueden llegar a hacer cuando creen que están aislados, que no eligen porque no les es indispensable y no saben que no elegir es una elección.

Los libros se están escribiendo. Los libros se están llenando de nuevo, de historia. Las páginas en blanco empiezan a mancharse. El barro y la tinta las condenan a la eternidad, pero las páginas se van, como un tren que parte y abandona. Nos abandona a nosotros, a los jóvenes, al combustible de ese tren.

Empecemos a correr. La estación se pone muy oscura en la noche.

23 de febrero de 2010

Culpable

En la asimilación de la exterioridad he sido otra persona que ya no soy. He pertenecido a un todo que se resquebrajó y por cuyas hendijas se filtraron las aguas de un océano tan imponente como infinito, que terminó por destruir ese caparazón que ya nunca podré volver a reconstruir.  He visto lo obvio con ojos ciegos y ahora escucho el tiempo suceder a la velocidad de la vida. Hay agua del océano alojada en mi cabeza. No puedo contener demasiada, mi cabeza es del tamaño de una cabeza humana y en ella vive mi cerebro, también de las dimensiones de un cerebro humano. Pero más vasto es el océano en su minuciosidad que en su superficie. Pequeñas partículas formadas por partículas más pequeñas, formadas por otras más diminutas aun, al infinito. Tengo un océano infinito en la cabeza. Ya no podré secar mi cerebro otra vez.

Soy en el tren con complicidad, cínico y egoísta. Inútil, cobarde, impotente y culpable del mundo. Déspota de un imperio en ruinas. Abro los grifos del eterno mar que fluye hacia la nada, virgen. Derrochador de verdades. Y la vida es a la velocidad del tren. Y el tren se desliza sobre las vías y la gente es en él como un pez en una pecera. Sólo un pez nadando como cualquier pez nada en el océano. Sólo que no sabe que el océano es mucho más vasto que una pecera. Pero el pez sigue nadando lo mismo. Nada. Y es que el agua de la pecera es tan infinita como la del océano, en su propia minuciosidad. Nada importan sus paredes de cristal. Los peces las ignoran.

Llora mi océano adentro. Soy un pez muerto. Floto en la frustración de haber nadado entre paredes y morir en la libertad que me condena. No veo las paredes, sé que no están. Pero no nado. Estallo adentro. Revolución, apocalipsis y reencarnación. Ebullición, amaneceres y anocheceres constantes. Putrefacción y florecimientos. Muerte. Nacimiento. Verdad y convicciones. Absolutismo nihilista. Hipocresía terca, religión materialista. Obsesiones y ceguera. Infinitud. Sigo siendo el prisionero de siempre.

"Algún día algo monstruoso estallará en mí y yo me convertiré en otro hombre." *


* "Los Siete Locos", Arlt, Roberto, 1929.