24 de marzo de 2009

Ana y el mar

Y el mar le besó los pies.
Ana tomó aire y se estremeció,
como si un fantasma la hubiera atravesado.

Dio un paso hacia atrás,
dejando las huellas en la arena,
en el lugar donde el mar la había besado
tan repentinamente, sin permiso.

Ana miró las huellas y vio
cómo el mar las acariciaba melancólico,
hasta que se desvanecieron en agua y sal.
Y el mar siguió buscando.

Ana sabía que el mar la podía ver,
sabía que la miraba y quería sus pies
y todo lo demás.

Miró el horizonte y vio
que el sol los observaba a los dos,
cálido, quieto, asomándose tímidamente.
Y el viento sopló.

Ana se estremeció, otra vez, y tuvo frío.
Frio en los pies besados
que le llegó al corazón y a la garganta.
Frío que nunca había sentido,
que nunca había pensado ni jamás visto.

Ana puso una mano en su pecho
y sintió que le hablaban.
Puso una mano en su frente
y sintió que sabía.

Y el sol tiñó el cielo de colores,
convencido de pertenecer.

Con su última luz abrió
los verdes ojos de Ana
que ya estaban abiertos.

Con su último calor levantó
la cabeza de Ana, que no lo miró
pero le oyó hablar.

Y el viento sopló otra vez,
más fuerte que nunca.

Los árboles se sacudieron
desesperados y los pájaros no volaron.
Se quedaron a mirar,
escondidos entre sus plumas,
lo que el viento no quiso ver.

Y Ana sonrió. Y luego rió,
con dientes blancos
como el corazón del sol.

Dejó que el mar la besara
y el viento cesó en un murmullo de agonía.
Y el beso frío de agua y sal,
se hizo cada vez más cálido, dulce y suave.

Y Ana creyó saber sin tocar su frente,
y creyó oír sin tocar su pecho.
Con el cabello agitándose sobre su cara,
pasó la lengua por sus labios y supo
que ese aun era el mar.
Y lo amó.

Y el sol ya no estaba allí.
El cielo violáceo fue su único adiós.
Y el viento ya no soplaba.
Solo se sentía su respiración.

Y Ana despertó.
Abrió los ojos y vio.
Vio que ya era tarde,
dio una vuelta y se marchó.

Y el mar siguió dormido.
Y en su sueño no cesó
la caricia que las huellas de un amor,
en agua y sal olvidó.

17 de marzo de 2009

Consejos para el peatón

El encontronazo de Cho

Como a todos alguna vez les habrá sucedido, es muy probable (999/1000) que una persona que camina por la calle en una dirección se cruce (dentro de un radio relativamente reducido) con otra que se dirige, también a pie, en el sentido contrario.
Muchas veces, sucede que la cantidad de personas por metro cuadrado (dentro del radio mencionado y la situación planteada) es demasiado alta para que uno pueda desplazarse "libremente" o disfrutar de una caminata a ritmo constante. Así, uno se ve obligado a mantenerse alerta y observar constantemente por dónde camina para evitar de esa forma cualquier tipo de obstáculo físico. En este caso, mantener un leve contacto físico, "rozar" y hasta colisionar con otro individuo son hechos inminentes, sean evitables o no.
Lo que nos compete en esta ocasión es una situación igualmente común, pero de un altísimo nivel de complejidad al momento de buscar una solución inmediata e "improvisable".
Se trata ni más ni menos que del "Encontronazo de Cho", denominado así por un psicólogo chino que se dedicaba al estudio de los patos y los gansos, pero que a la edad de 47 años sufrió uno de estos episodios y murió a los dos meses a causa de las hemorragias en todo el cuerpo que éste le produjo. Esos últimos dos meses, acostado en su cama, los dedicó a escribir un ensayo sobre las múltiples soluciones que habrían salvado su integridad física (y vida, posteriormente) en el caso de haber sido estudiadas antes de la colisión.
El "Encontronazo de Cho" es muy común hace ya muchísimos años, para ser más precisos, desde que existen las calles y las veredas. Se trata del encuentro de dos personas que se desplazan a pie en direcciones opuestas a lo largo de una misma línea recta y que, por más simple que parezca en un principio, en muchos casos termina en una colisión de frente que produce diferentes reacciones sobre ambos protagonistas (rubor, enojo hacia la otra persona bajo ningún argumento válido, riña y hasta el deceso de alguna de las dos partes) y que se da a causa de un extraño fenómeno sobrenatural que lleva a ambos individuos a intentar esquivarse al mismo tiempo y en exactamente la misma dirección, produciéndose así un "baile en zig-zag" que SIEMPRE concluye en un "topetazo" de frente.
Para evitar este tipo de choque y cualquiera de sus efectos posteriores, Cho nos dejó, antes de desaparecer físicamente, estos cuatro métodos como soluciones para tener en cuenta antes de salir a la calle:

Método nº 1: "El poste de luz"

Este método consiste en cesar el paso y detenerse inmediatamente ante la posibilidad de producirse el encontronazo. Una vez quieto, se espera a que el otro individuo se decida por una de las direcciones que le permitirá esquivarlo a uno, y luego se retoma la caminata en el mismo sentido en el que se venía realizando antes del encuentro (a menos que cambiemos de rumbo por un arrepentimiento repentino).
Recordemos que una vez ingresado a la etapa del "baile en zig-zag", es absolutamente imposible salir de ésta y evitar la colisión, por lo tanto, para utilizar este método, hay que ser muy determinante desde un principio. La duda siempre nos sacará a bailar.

Método nº 2: "El desvío"

Se trata de un método simple pero que, al igual que el anterior, requiere de una fuerte determinación a la hora de actuar.
En el momento en que se divisa al segundo personaje en cuestión (siendo uno el primero, claro está), se desvía la caminata en dirección oblicua, hacia uno u otro lado, y se mantiene ese rumbo hasta que la otra persona tome una dirección diferente, si es que eligió la misma.
Se recomienda desviarse hacia el lado que mejores condiciones presente, evitando a otros individuos (animales o humanos), paredes y calles con vehículos en circulación.

Método nº 3: "El obstinado"

Método aun más simple que el anterior, pero igual de exigente a la hora de tomar las riendas de la situación.
Consiste en mantener el mismo rumbo y respetar la línea recta por la que uno se desplazaba hasta ese momento. Esto permite que, una vez que la otra persona decida cambiar su rumbo, la acción de uno mismo no lo obligue a cambiar de decisión, y que el episodio sea evitable en todo sentido.

Método nº 4: "El rompehielos"

El último de los métodos desarrollados por Cho es complejo, pero tan o más efectivo que los tres anteriores. Requiere de mucha destreza física y mental, aprovechando todo tipo de reflejos naturales que uno posea.
Consiste en mantener el rumbo hasta encontrarse ante el otro individuo a una distancia considerable, más allá de si éste ya haya tomado otra dirección, y propinarle un puñetazo en la cara, preferentemente a la altura del mentón. La idea es "noquear" al interceptor para así, una vez inmóvil el cuerpo en el suelo, podamos retomar libremente nuestra caminata.
Se recomienda aplicar un golpe fuerte, seco y preciso para asegurarnos de que el receptor se desmaye. De lo contrario, podríamos recibir una respuesta igual de violenta y la situación se convertiría en una pelea callejera mucho más indeseable que una simple colisión.

Todos estos métodos pueden funcionar perfectamente, siempre y cuando uno actúe de manera precisa y que el otro peatón actúe de la manera esperada, que no es ni más ni menos que la forma en la que el ciudadano tipo reacciona ante estos inconvenientes.
Pero hay una contraindicación severa para estas soluciones, y es que tanto el primer individuo como el segundo conozcan los métodos desarrollados por Cho y decidan llevar a cabo el mismo.
Ambos podrían arrojarse un puñetazo, colisionar o quedarse horas parados, mirándose las caras como unos imbéciles.

Sea prudente. Sea astuto.

Ceder el paso

El otro día iba caminando por Rosetti, una tarde de solcito pero bastante fresquita. Clima ideal, a mi gusto. Caminaba mirando los árboles, y pensando en cuantas cuadras me quedaban para llegar a la casa de mi vieja, ya que había estado caminando y tomando colectivos en capital, y ya me había ganado el cansancio.
En eso observo que de a poco me acercaba cada vez más, a una señora de entre 40 y 50 años (por lo menos eso demostraba su vapuleada retaguardia, y no me refiero desubicadamente solo a su trasero), la cual caminaba a un paso mucho más lento que el mío. Si uno relaciona esos datos y analiza algunas leyes de la física, se da cuenta que esa diferencia, era precisamente la que me acercaba cada vez más a ella.
Como ya venía temiendo apenas vi a aquella tranquila señora, llegue al punto de la incomodidad peatonal. ¿Qué es eso? Es algo que todos vivimos alguna vez, y que yo acabo de ponerle un nombre obvio y hasta tonto. Es el momento en el que uno queda caminando detrás de una persona y siente la necesidad de esquivarla o sobrepasarla, pero he aquí cuando uno se da cuenta de que se le hace imposible, o porque las dimensiones de dicha persona ocupan demasiado espacio en la vereda, o porque su velocidad es la justa como para que no podamos pasarla ni menos que menos, soportar toda nuestra caminata detrás del individuo, como si fuésemos algún tipo de guardaespaldas, o en su defecto, algún tipo de maniático que está a punto de realizar su maldad.
Dadas las circunstancias, me decido a sobrepasarla a mí manera: caminando bien rápido por el pasto del vecino (que tanto lo cuida y que por algo hizo hacer una vereda), casi corriendo, hecho que siempre me hace sentir como un loco, pero que al fin y al cabo, resuelve mi problema.
Pero esta vez fue diferente.
La señora (quien quizás fuese algún tipo de persona híper-sensible a la velocidad, o en el más común de los casos, traumada por algún tipo de mala experiencia en la calle) se asustó al verme pasarla tan rápido, y pegó un grito y un salto que casi me infarta.
En ese momento, me vi obligado (por alguna razón que hasta este día desconozco) a dar una explicación que justificase mis movimientos bruscos.
- Disculpe, señora, no se asuste... no le voy a hacer nada- dije, sintiéndome cada vez menos claro y más confuso.
- No... está b...
- Siempre y cuando me deje pasar- interrumpí, ahora ya en un tono de persona con problemas mentales. Mi voz y mi actitud empezaban a descontrolarse. Me agité.
La señora mi miró con los ojos bien abiertos, y con un brazo cruzando su pecho con la mano en su hombro, y el otro sosteniendo firmemente su cartera.
- Ahora, si no me deja pasar, puedo llegar a pedírselo de buena manera, cosa que no creo, le resulte una agresión... quiero decir, en ese caso no le "habría hecho nada", ¿me entiende?
La señora parecía una de esas estatuas vivientes de la calle Florida. Me metí una mano en el bolsillo (como si fuera a buscar una moneda para recompensar su extraño arte) y deje la otra libre, para ayudar a expresarme mejor. Me agité más aun.
- Si aun así, no me dejase pasar, accedería a pedírselo de mala manera. De manera descortés.
- Está bien, no se preocu...
- Ahora bien. Si a usted se le canta no dejarme pasar porque es una vieja jodida, quizás en ese caso llegue a empujarla o a apartarla de mi camino con algún otro tipo de contacto físico. Quizás ahí sea el momento en el que usted considere que yo "le he hecho algo". Pero aun hay más. Si usted insistiera en no dejarme pasar, después de mi empujón, ahí sí, seguramente yo le...
Me interrumpí. Me paré. Me auto-callé.
Observé que la señora ya no estaba. Traté de recordar alguna imagen que haya visto mientras vomitaba todas esas suposiciones, y creí haberla visto entrar a su casa. En eso observé su cabeza que se asomaba por su puerta, mirándome con horror, en la lejanía.
Pero algo me distrajo.
Era otra señora, más pequeña, con más arrugas y más cara de ojete, parada frente a mí. Podía sentir su aliento a mate cocido.
- ¿Te corrés, pendejo?- me dijo de mala manera, y me empujó a un costado.
Esa noche soñé cinco sueños distintos con todas las cosas que le podría haber dicho a esa anciana maleducada, pero por alguna razón no pude.
Me quedó la vena, mirá.