31 de enero de 2011

Dimes y diretes

Dicen por ahí algo que me cuesta creer. Me da gracia, en verdad. No temo pecar de ingenuo, no. Simplemente me cuesta creerlo. Aunque quisiera y lo intentara realmente. Bueno, es más bien una cuestión de mantenerse precavido. Quién sabe qué cosas puede uno llegar a escuchar a lo largo de su vida. De tantas palabras, muy pocas parecieran ser siquiera acertadas. Ni las de uno mismo. Tantas cosas he dicho que ya no comparto. Tantas vergüenzas pasadas. He llegado a sonrojarme en soledad, acostado en mi cama, con la luz apagada ya, repasando las conversaciones del día. Qué manera de hablar al pedo. Si pudiera acaso taparme la boca a tiempo no tendría esas ansias tan fuertes de golpearme en la mandíbula día por medio. Es claro que uno no siempre lleva las riendas de su propia conciencia. Menos aun de su propio lenguaje. Maldito lenguaje. Qué más da. Las reglas del juego.
Cerré la puerta trasera del taxi y dibujando una sonrisa levanté la mano para saludar a Martina, que se alejaba y me tiraba un beso a través de la luneta. Tantas cosas comenzaban a pasar por mi cabeza que no tuve tiempo para que se me ocurriera devolverle ese beso. La puta madre, que manera de derrochar besos. Cuánto lo voy a lamentar cuando Martina ya no vuelva a golpearme la puerta. Más aun cuando pase por su puerta y sepa que no soy capaz de romper con las promesas y llamarla para darle un beso desubicado, de esos que nadie quiere pero que saben tan bien y... la puta madre, otra vez, tres semanas de arduo olvidar tiradas a la basura, y otra vez a sentirme como un degenerado forzando la situación. No sé jugar al juego.
Dicen por ahí, me dijo, y miró a un costado, sonriente. ¿Qué es eso? Nunca la había visto mirar a un costado de esa manera. ¿De qué carajo me habla? Nada, la miré con mi cara de pelotudo enamorado. Ya no puedo manejar mi cuerpo, ya ni siquiera sé si es mío. Nada de lo que mi conciencia dicta es correctamente reflejado por mi personaje en escena. Bueno, por lo menos ella estaba más feliz que nunca. Brillaba como la luna. Se fue y yo con la mano al lado de mi cara de pelmazo. Y la otra mano en el bolsillo, cerrada en un puño, apretando y sudando. Qué desastre de persona.
Era sábado a la noche y la dejé ir con sus amigas. No le pregunté nada. Ah, sí. Empecé a practicar mi nuevo personaje. Al que no le importa lo que me vuelve loco. Hace tanto que no pasaba un sábado solo. Un sábado sin ella. Llegué a mi departamento, tiré todo, inclusive mi personaje, sobre el sillón. Me estiré frente al ventanal. Dicen por ahí, dije en voz alta. No puede ser. Le dije "te amo". Pero, ¿por qué lo de “dicen por ahí”? ¿De dónde salió eso? No podía entender cómo ella se rió y lo repitió como la mejor broma que le hubieran contado en años. Era la más grande incongruencia que había osado decirle desde que la conocí. Espero el taxista no lo haya escuchado. Debería si no estar buscándome para atropellarme con su Peugeot. Yo lo habría hecho.
Cómo me reí. Solo, estaba solo y reí a carcajadas. Grité y me tiré al suelo. Tenía la piel de gallina y me rascaba para calmar el cosquilleo. El cuello lo tenía rígido y temblaba. Me arrodillé y hundí la cabeza entre los dos almohadones del sillón y grité una vez más. Cuando levanté la cabeza, había dejado una mancha de saliva que intenté sin mucho esfuerzo secar con una mano. Con esa mano me ayude a levantarme. Fui al baño y me lavé las dos. Ya todo había pasado.
Golpeó la puerta. Sí, golpeó la puerta. Se bajó del taxi, le pagó, no le importó nada. Corrió con tacos. Está loca, podría haberle dicho al tipo que diera la vuelta. No, se bajó y corrió con tacos. Quiso tener el control de la situación. Yo hubiera hecho lo mismo. Golpeó la puerta y yo sabía que me había olvidado algo, pero no como para que ella volviera. Ella se había olvidado algo. Qué pelotudo. Ya no había tiempo, tenía que ensayar una ofensa. Qué increíble, tanto tiempo ensayando disimular tantas ofensas y ahora tenía que inventar una.
Imposible mantener una cara de orto tan improvisada, tan poco ensayada. Encima estaba parada ahí con los zapatos en la mano. Como si yo la inventara. Me reí, no pude. Me dio un beso. Dicen por ahí me dijo.

11 de enero de 2011

Improbable

Escasean hechos tan infantilmente placenteros como mirar a una mujer a los ojos a través de la hendija efímera de un colectivo en movimiento, platónica masturbación que en los rincones de la conciencia replegada suspende en la atemporalidad el calor de la daga que se hunde en el sobaco del flanco segundo, en manos finas de la dama holograma, empapada de colores en ebullición, nacida del movimiento, floreciente en la perpetua posibilidad de sí en la sinrazón de la razón del yo-universo.

¡Qué sabré del amor si lo siento a cada momento! ¡Qué sabré de las mujeres si soy hombre enamorado del abismo de mi tragedia sexual, de la nada que me piensa, que me siente, que me existe!

Con la nada obsesionado no encontraré mi todo complementado.