28 de septiembre de 2015

Eclipse

Ernesto salió del ascensor y pudo ver que ya había algunos vecinos reunidos en la calle. Esa noche la luna se teñía de rojo por unos minutos. En cuanto abrió la puerta todos ellos se voltearon para ver qué otro vecino estaba lo suficientemente al pedo como para salir a ver la luna. Ernesto, fiel a su personalidad, evitó el contacto visual y se ahorró cualquier gesto de saludo o comentario sobre el evento astronómico. Pisó la calle, se cruzó de brazos y miró al cielo achinando los ojos en un gesto sobreactuado de indiferencia a su entorno. En cuanto sintió que ya nadie lo observaba y que todo el mundo había vuelto a la hipnosis lunar, aprovechó para observar a sus vecinos y deducir de qué piso y departamento eran. Deducía porque en tres años de inquilinato nunca había puesto la voluntad suficiente como para identificarlos y mucho menos entablar relación alguna con ellos.
Además de una anciana y una niña que bailaba hablándole a la luna, Ernesto vio que el presunto padre de la niña tenía un cigarrillo sin encender entre los dedos y que la que parecía la madre tenía el mismo corte de pelo de la mujer que salía a fumar al balcón justo debajo del suyo. Mierda. Eran los del departamento de abajo. Ernesto volvió a exagerar su interés por el eclipse.

Más allá de la conversación entre la niña y la luna, reinaba cierto silencio incómodo.
- ¿Vos sos el del 4to A, no? -, escuchó Ernesto de repente, justo antes de que terminara de decidirse por volver a su casa y evitar lo que ya estaba sucediendo.
Con un pobre intento de simular cierta distracción, Ernesto bajó la mirada tranquilo y se tomó unos segundos para mirar a su vecino a los ojos, como si realmente no reconociera al sujeto que lo interpelaba.
- Sí… ¿por?
- Yo soy del 3ro A.
- Ah… ¿cómo estás?
- Bien che.
- Me alegro -, balbuceó Ernesto mientras volvía la mirada al eclipse, tratando de improvisar un interés por el fenómeno que ni la luna misma se lo creía. En su cabeza maldecía el momento en que había decidido bajar en vez de mirarlo por la tele, que por cierto tenía mucha mejor definición.
- Che, ¿te puedo pedir un favor?
- Sí decime -, contestó nervioso Ernesto sin quitar la mirada del cielo.
- ¿Podrías escuchar la música un poco más bajo?
Ernesto quedó helado. No podía creer que realmente estaba sucediendo lo que más temía. No tuvo mejor idea que mantener su mirada en la luna.
- ¡Che! -, exclamó el vecino haciendo que la anciana se sobresaltara.
- ¿Qué pasa? -, le contestó Ernesto, bajando la mirada y pasando repentinamente de la indiferencia pasiva a un fastidio casi infantil.
- ¿Me escuchás lo que te digo? Te estoy pidiendo por favor que cuando escuchás música la pongas un poco más bajo porque me retumba todo el departamento. No sé si es tu equipo de música o qué pero hay días que no puedo ni escuchar a mi mujer.
- Bueno, bueno – murmuró Ernesto tratando de terminar la conversación a toda costa y recordar qué carajos estaba haciendo ahí mirando para arriba.
- ¿Pero me entendés lo que te digo?
- ¡Sí, hombre! - explotó de repente Ernesto – ¡Ya entendí! ¿No ves que estoy mirando la luna roja? ¿Te parece momento para hablar de esto? No me dejás ni disfrutar de un fenómeno climato... astrológico, astronómico-lógico.
- Tres veces te fui a golpear la puerta y no me atendiste.
- Bueno, debía estar escuchando música. Tocá más fuerte la próxima.
- Ah, me estás boludeando.
- No, vos me estás rompiendo las bolas. Mirá, ¿sabés qué? Me voy a verlo por la tele. Me cansaste.

Ernesto entró violentamente al edificio mientras se quejaba del país, de la luna y de la puta madre que los parió a todos.

30 de julio de 2012

Mi vicio y mi abstinencia

Eso. Eso de la separatidad y… bueno. Estoy buscando. No sé, no hay momentos de fijeza. Se me va la razón y no entiendo. No me entiendo. Necesito y no necesito.

Si me quedo quieto y miro y lo siento, lo veo. Eso, eso de la separatidad. Eso de la soledad pero no tan simple como eso. Como eso de la soledad.

Es hundirme en brazos. Es arrojarme y sacarme del lomo todo eso que es la vida. Eso del día a día, de la falta de fijeza. La concentración. Pero la concentración relajada.

Ella me gusta. Sí, ella también, pero… ay. No es así. ¿Cómo es? Ya está. Será. Sigo. No hay fijeza, de nuevo. ¿Debería? Debería ser. Lo que se es y lo que se hace. Se es y se hace lo que debería. No hay sujeto. No soy yo, entonces. No debería. Soy y seré.

Qué tanto laberinto. Que si la angustia está y cuando no está, está la otra. La del no sé cómo. Y el debería. Pero, ay, la plenitud. Los ratos cortos y eternos. Y la piel, y el aliento.

Las palabras. Eso de las palabras. Las palabras como la música. La música como la esencia; y la piel, y el aliento, una envoltura.

Busco la música, pero no quiero golpear. No quiero sacudir el árbol hasta que caigan los pájaros. Quiero recostarme a la sombra a silbar. Cantar y esperar la armonía. O trepar, trepar y buscar la armonía. Y tomar vuelo.

Y la luz que me hace falta. Y el escalón que sigue. Las ideas gigantes como montañas interminables. Tan difícil dimensionar. La vanidad con las ideas, con palabras y la música, la piel y el aliento, el camino. El pájaro ornado. Lo intocable. Lo lejano.

El mundo de los escondites, donde todo lo que no se hace, se hará, no existe.

Y hasta los hermanos se desvanecen en el aire. Todo por eso de la separatidad.

Ese es mi vicio y mi abstinencia.

3 de diciembre de 2011

Escribí esto

Tomé el tenedor y lo clavé en una esquina de la mesa. Lo hice tan rápido e instintivamente que me sorprendió lo profundo que lo introduje entre las vetas de la madera. Inmediatamente me hice del bolso y de las flores que había dejado sobre la mesada. Antes de salir por la puerta de atrás pateé la pequeña alfombra de manera que se diera vuelta y se enrollara a un costado para no mancharla con los borceguíes. La sangre ya estaba coagulando y a cada pisada las suelas se adherían más y más a las lajas de la cocina.
Observé que la radio estaba encendida pero a un volumen casi imperceptible y decidí que así estaba bien. Abrí la puerta y corrí hacia el fondo del terreno, salté el tapial, corrí a gachas a lo largo del parque del vecino y a través del pasillo que se abría entre la casa y la medianera. Antes de salir a la calle arrojé una flor al pie de la puerta del frente de la casa, me acomodé el bolso cruzado y abrí la pequeña valla de madera pintada de blanco procurando no hacer mucho ruido ni actuar de manera sospechosa.
Ya estaba afuera. Se me apeteció un cigarrillo. Puse el ramo bajo mi brazo izquierdo y me encendí uno con paciencia. La tarde era bastante calurosa y el sol me hacía arder la frente. Terminé mi cigarrillo ahí, apoyado contra la verja, esperando que apareciera alguien. Nadie parecía tener el coraje de ahorrarse la siesta del domingo. Los árboles no se movían. La única vida en constante glorificación eran las chicharras de verano.
Crucé la calle y me senté sobre el cordón. Sentía el bolso pesado y lo abrí para ver qué llevaba. Dos libros escritos en alemán y un anotador muy viejo, destartalado, pero completamente en blanco. Los arrojé a la zanja. Busqué en el fondo y encontré una llave de bronce suelta. La sostuve con los dientes para poder utilizar las dos manos cuando vi que en el fondo del bolso se escondía una caja de madera bastante pesada. La inspeccioné y parecía estar cerrada con llave. Probé la que había encontrado pero ni siquiera coincidía en tamaño. Era una llave de la puerta de una casa, no de una caja de madera. La guardé en un bolsillo, me paré y arrojé con violencia la caja sobre el frente de la casa que estaba a mis espaldas. Se partió en mil pedazos y entre ellos descubrí una pequeña llave de plata. Busqué la cerradura de la caja destruida y comprobé que esa sí era la llave correcta.
Sin más, crucé la calle y salté la valla pintada de blanco, mirando alrededor que no hubiera nadie. Levanté la flor que había dejado y abrí la puerta con la llave de bronce. Prendí la luz, cerré la puerta y apoyé la llave sobre una pequeña mesa decorada con un florero vacío, donde introduje la flor.
Me deshice de mi saco y me senté en el sofá cama. Hice silencio por un momento para oír el reloj de la cocina. Me quité los borceguíes y las medias, los arrojé sobre la alfombra de piel y me recosté. Dormí por tres o cuatro horas.

Me despertó el timbre. Era un timbre antiguo, de aquellos que suenan a dos campanadas bien fuertes y espaciadas. Me puse los borceguíes lo más rápido que pude. Olvidé ponerme las medias primero, por lo que decidí hacerlas un bollo e introducirlas en el florero de la mesita de la entrada. Tuve que cortarle el tallo a la flor para que entrara. Los restos me los guardé en el bolsillo. Al dar el primer paso noté que mis zapatos hacían mucho ruido al adherirse las suelas ensangrentadas al piso de madera, por lo que intenté limpiarlas lo más rápido posible sobre la alfombra de piel. Funcionó. El timbre sonó de nuevo. Me dirigí a gachas hacia el baño.
Entré sin hacer mucho ruido y abrí la ducha y llaves de agua a la vista. Me miré al espejo porque no me podía ignorar. Estaba bastante sudado, me ardía la piel de la cabeza rasurada y tenía un corte por encima de la ceja izquierda que no había notado antes. Me lavé la cara y me la sequé con la toalla, que introduje como pude en uno de mis bolsillos. Salí del baño y oí el timbre sonar dos veces más. Noté que la puerta de la habitación estaba arrimada y la abrí para espiar. Había dos camas individuales ubicadas paralelamente y en cada una yacía una niña. La del fondo estaba despierta y sentada. Me observó un momento y me pidió un vaso de agua. Le dije que alguien llamaba a la puerta y sólo me sonrió. Arrimé de nuevo la puerta de la habitación y corrí hacia la cocina. Llené un vaso con agua de la canilla hasta el tope y caminé con cuidado de no volcarla. Al entrar a la habitación noté que la niña se había vuelto a recostar. Le dejé el vaso en la mesa de luz porque dormía profundamente. La otra niña estaba ahora despierta y me observaba con detenimiento. Su rostro parecía pálido y tenía el pelo del flequillo pegado a la frente por el sudor. Tosió y me pidió un vaso de agua. Le sonreí y arrastré sutilmente con dos dedos el vaso que había apoyado del otro lado de la mesa de luz. Ambos echamos una carcajada y nos tapamos la boca al notar que habíamos perturbado el ambiente. Reímos un poco más en silencio y ella se volteó con un gesto de cansancio. Miré por las hendijas de la persiana y noté que el sol ya bajaba. Abandoné la habitación, tomé mi saco, las medias y la flor con una mano. Con la otra abrí la puerta con la llave.

Ya estaba oscuro, por lo que caminé tranquilo a lo largo del parque y salté el tapial con paciencia, procurando no lastimarme. Caminé hasta la casa y entré en silencio. Cerré la puerta una vez adentro y acomodé la alfombra con la punta de un pie. Colgué el saco de una silla, apoyé la llave, la flor, la toalla y los tallos sobre la mesa y las medias las arrojé al lavabo. Me senté y encendí un cigarrillo. Me dolían los pies y me ardía la cara. Arranqué el tenedor de la mesa y lo guardé en el cajón de los cubiertos, estirándome como pude para alcanzarlo desde la silla. Había olvidado el ramo de flores en la calle. Tomé la única que me había quedado, con el tallo corto, llené un vaso con agua y la introduje en él. La saqué, la sacudí, me tomé el agua, llené el vaso de nuevo e introduje la flor en él otra vez. Ubiqué el florero improvisado en el centro de la mesa y fui a apagar la radio. Me acerqué a la ventana y dejé que la luna me encandilara por unos minutos. Me senté en el piso con cuidado, ayudándome con la silla que estaba arrimada a la mesada, a la que había intentado subir para alcanzar el aparador y de la que había resbalado infantilmente. Me recosté sobre las lajas frías y ensangrentadas. Dormí unas ocho o nueve horas.

Desperté con el cantar de las chicharras y la sangre fresca que bajaba de mi frente hasta mi oreja. Me senté. El día estaba radiante y hacía calor. Tenía hambre y recordé que quedaba una lata de arvejas en el aparador. Supe que esperaba a alguien pero no a quién. Me erguí y busqué mi viejo anotador y una lapicera. Escribí esto.

7 de agosto de 2011

Franja blanca, franja negra

Todas ellas lucían un solero a rayas horizontales blancas y negras. Todas. Incluso una de ellas, la que mejor recuerdo, se recostó a mi lado y pude ver que no sólo su vestido era blanco y negro. Ella misma era un dibujo que nunca había sido coloreado. Su cabello era lacio y negro como la tinta china, y un flequillo muy prolijo le enmarcaba el rostro, pálido como el papel, donde se dibujaban en un par de pinceladas muy delicadas dos ojos redondos y oscuros, dos orificios nasales bastante simétricos, y la boca, sutil pero con el protagonismo de las palabras que dejaba escapar.
“Te quiero”, dijo, como si oyera los garabatos de mi conciencia. La hice hablar como al espejo.
“Yo también”, le contesté, fiel a un guión universal. Posé mi mano sobre sus caderas y ella la tomó suavemente, guiándola cuesta abajo sobre sus muslos, fríos y suaves. La conocía de toda mi vida y no tenía idea de quién era. Realmente la quería sin siquiera saber su nombre.
No era Martina, pero era Martina, detrás de los bastidores, corriendo de aquí para allá, salpicando mi conciencia con su tinta filosa, escapando a mis brazos una y otra vez. ¿Cómo empujarla con los mismos brazos que la estrecharon? Sus muñecas, sus monigotes, sus títeres de papel, vestidos todos con su propio atuendo a rayas blancas y negras, como si no me diera cuenta.
¿Por qué no te vas si quisiste irte? No quiero tus hermosas muñecas. Te quiero a vos y quiero que te vayas. Tus rayas blancas y negras. Caigo a través de tu vestido y no llego nunca al suelo.
Franja blanca. Te extraño, te necesito, te quiero. Puedo darte todo, sos todo lo que quiero, podemos entendernos, sé que podemos estar juntos.
Franja negra. Ya basta. Ya nada es lo mismo. Abriste una herida que no cierra si no te vas. Quizás nunca fuiste lo que pensé, lo que pienso.
Franja blanca, otra vez. ¿Cuándo termina este maldito vestido? ¿Cuándo llego a tus piernas y las dejo atrás para estrellar mi cabeza contra el suelo? Quiero manchar tu otra zapatilla.
Desearía haberte visto con un vestido completamente negro. Todo sería más fácil.

Cuando desperté sabía todo esto. Sabía que eras vos, otra vez.
Cuántas cosas puedo llegar a ignorar por vos. Incluso la persona que me mostraste antes de que dejara tu departamento por última vez. Esa persona que tiene la vida completa. Una vida en la que no entra alguien como yo, con tantas exigencias, tantas complicaciones, tanto para trabajar. Esa persona que no se permite necesitar a nadie. Esa mujer tan humana, tan miedosa, tan egoísta y ciega. Esa bailarina de los cuchillos, con tanto control sobre sus navajas como miopes son sus enormes ojos. Nunca quisiste recuperar tus anteojos. Nunca pudiste verme a través de tus lentes correctivos.

Vamos. Que cuando desperté también sabía que ya no sos la misma. No sos, o nunca fuiste, la Martina de la que me enamoré. Sé que está ahí, pero hay mucho más dentro tuyo que ya rompió la ilusión. Y ese es el dolor más agudo. El de la ilusión rota y todas las astillas atravesándome en el alma.

Y aun así, necesito que me abraces.

31 de enero de 2011

Dimes y diretes

Dicen por ahí algo que me cuesta creer. Me da gracia, en verdad. No temo pecar de ingenuo, no. Simplemente me cuesta creerlo. Aunque quisiera y lo intentara realmente. Bueno, es más bien una cuestión de mantenerse precavido. Quién sabe qué cosas puede uno llegar a escuchar a lo largo de su vida. De tantas palabras, muy pocas parecieran ser siquiera acertadas. Ni las de uno mismo. Tantas cosas he dicho que ya no comparto. Tantas vergüenzas pasadas. He llegado a sonrojarme en soledad, acostado en mi cama, con la luz apagada ya, repasando las conversaciones del día. Qué manera de hablar al pedo. Si pudiera acaso taparme la boca a tiempo no tendría esas ansias tan fuertes de golpearme en la mandíbula día por medio. Es claro que uno no siempre lleva las riendas de su propia conciencia. Menos aun de su propio lenguaje. Maldito lenguaje. Qué más da. Las reglas del juego.
Cerré la puerta trasera del taxi y dibujando una sonrisa levanté la mano para saludar a Martina, que se alejaba y me tiraba un beso a través de la luneta. Tantas cosas comenzaban a pasar por mi cabeza que no tuve tiempo para que se me ocurriera devolverle ese beso. La puta madre, que manera de derrochar besos. Cuánto lo voy a lamentar cuando Martina ya no vuelva a golpearme la puerta. Más aun cuando pase por su puerta y sepa que no soy capaz de romper con las promesas y llamarla para darle un beso desubicado, de esos que nadie quiere pero que saben tan bien y... la puta madre, otra vez, tres semanas de arduo olvidar tiradas a la basura, y otra vez a sentirme como un degenerado forzando la situación. No sé jugar al juego.
Dicen por ahí, me dijo, y miró a un costado, sonriente. ¿Qué es eso? Nunca la había visto mirar a un costado de esa manera. ¿De qué carajo me habla? Nada, la miré con mi cara de pelotudo enamorado. Ya no puedo manejar mi cuerpo, ya ni siquiera sé si es mío. Nada de lo que mi conciencia dicta es correctamente reflejado por mi personaje en escena. Bueno, por lo menos ella estaba más feliz que nunca. Brillaba como la luna. Se fue y yo con la mano al lado de mi cara de pelmazo. Y la otra mano en el bolsillo, cerrada en un puño, apretando y sudando. Qué desastre de persona.
Era sábado a la noche y la dejé ir con sus amigas. No le pregunté nada. Ah, sí. Empecé a practicar mi nuevo personaje. Al que no le importa lo que me vuelve loco. Hace tanto que no pasaba un sábado solo. Un sábado sin ella. Llegué a mi departamento, tiré todo, inclusive mi personaje, sobre el sillón. Me estiré frente al ventanal. Dicen por ahí, dije en voz alta. No puede ser. Le dije "te amo". Pero, ¿por qué lo de “dicen por ahí”? ¿De dónde salió eso? No podía entender cómo ella se rió y lo repitió como la mejor broma que le hubieran contado en años. Era la más grande incongruencia que había osado decirle desde que la conocí. Espero el taxista no lo haya escuchado. Debería si no estar buscándome para atropellarme con su Peugeot. Yo lo habría hecho.
Cómo me reí. Solo, estaba solo y reí a carcajadas. Grité y me tiré al suelo. Tenía la piel de gallina y me rascaba para calmar el cosquilleo. El cuello lo tenía rígido y temblaba. Me arrodillé y hundí la cabeza entre los dos almohadones del sillón y grité una vez más. Cuando levanté la cabeza, había dejado una mancha de saliva que intenté sin mucho esfuerzo secar con una mano. Con esa mano me ayude a levantarme. Fui al baño y me lavé las dos. Ya todo había pasado.
Golpeó la puerta. Sí, golpeó la puerta. Se bajó del taxi, le pagó, no le importó nada. Corrió con tacos. Está loca, podría haberle dicho al tipo que diera la vuelta. No, se bajó y corrió con tacos. Quiso tener el control de la situación. Yo hubiera hecho lo mismo. Golpeó la puerta y yo sabía que me había olvidado algo, pero no como para que ella volviera. Ella se había olvidado algo. Qué pelotudo. Ya no había tiempo, tenía que ensayar una ofensa. Qué increíble, tanto tiempo ensayando disimular tantas ofensas y ahora tenía que inventar una.
Imposible mantener una cara de orto tan improvisada, tan poco ensayada. Encima estaba parada ahí con los zapatos en la mano. Como si yo la inventara. Me reí, no pude. Me dio un beso. Dicen por ahí me dijo.

11 de enero de 2011

Improbable

Escasean hechos tan infantilmente placenteros como mirar a una mujer a los ojos a través de la hendija efímera de un colectivo en movimiento, platónica masturbación que en los rincones de la conciencia replegada suspende en la atemporalidad el calor de la daga que se hunde en el sobaco del flanco segundo, en manos finas de la dama holograma, empapada de colores en ebullición, nacida del movimiento, floreciente en la perpetua posibilidad de sí en la sinrazón de la razón del yo-universo.

¡Qué sabré del amor si lo siento a cada momento! ¡Qué sabré de las mujeres si soy hombre enamorado del abismo de mi tragedia sexual, de la nada que me piensa, que me siente, que me existe!

Con la nada obsesionado no encontraré mi todo complementado.

26 de septiembre de 2010

De cobayos y ratas

Las últimas luces de la casa se apagaron y los ojos del cobayo manchado quedaron perdidos en la oscuridad, brillando con la luz de la luna que entraba por entre las cortinas. El cobayo pardo ya se había acomodado en un rincón y miraba a su compañero parado con el hocico contra la rejilla de la jaula.
- ¿Qué esperás? -preguntó el viejo de pelaje oscuro con un tono algo escéptico de entrada.
- Que vengan -respondió el otro automáticamente.
El viejo se dio cuenta a tiempo de que cualquier otra pregunta que pudiera hacer al respecto podría desencadenar una discusión de la que ya había participado lo suficiente como para volver a ahondar en ciertos temas. Una risa irónica y un suspiro bastaban para señalar la abstención. Cerró los ojos y se dispuso a soñar con un buen trozo de manzana por la mañana.
El cobayo manchado permanecía en su vigilia, calmo y alerta. Movió sus patitas y se acomodó entre las virutas. La casa ya estaba casi dormida. Justo en el momento en el que volteaba su cabeza para asegurarse de que el viejo dormía, oyó el sonido.
Un pequeño ratón de color gris asomaba su nariz por un pequeño orificio en el zócalo, cerca de la puerta que daba al parque. Con pequeños movimientos cortos y rápidos fue ingresando todo su cuerpo a la habitación. Con la cola dentro del orificio aun, se quedó unos segundos quieto analizando el aire con su olfato. El cobayo manchado estiraba su cuello agarrado de la reja de la jaula con sus patas delanteras. Lo había estado observando muy detenidamente desde que lo oyó entrar.
De repente, el ratón se disparó a alta velocidad a lo largo de la cocina, pegado contra el zócalo para no ser visto y no perder la noción de las dimensiones. El cobayo lo vigilaba desde lo alto del aparador intentando no perderlo de vista en la oscuridad. Al llegar a una esquina, el ratón se tomó un tiempo para volver a olfatear el lugar y luego corrió directo hacia la falseada puerta que pretendía salvaguardar la basura de intrusos como aquel. Con mucho esfuerzo, el ratoncito pudo empujar la puerta y entrar al cubículo donde lo esperaba su hediondo festín. Por un momento, sólo se podía observar la cola del ratón asomándose por debajo de la puerta entreabierta. El cobayo seguía espiando al pequeño ladrón con ansias de ver qué lograba sacar de los restos de comida guardados tras aquella puerta.
Una luz en el pasillo se encendió y el cobayo quedó enceguecido por un momento. Desesperado, trató de alarmar al ratón desde allí arriba. Lo primero que se lo ocurrió fue arrojar viruta al suelo, a través de la reja, pero no fue demasiado el ruido que pudo lograr por lo que, sin más, se subió a la rueda y comenzó a correr lo más rápido que pudo.
- ¿Qué carajo hacés? -le gritó el cobayo viejo, pero el manchado no le prestó atención. Seguía corriendo con el cuello estirado, esperando ver al ratón saliendo por la puerta de la basura. La luz de la cocina se encendió e inmediatamente vio una bola gris disparada a gran velocidad a través de la cocina, en una línea recta hacia el orificio en el zócalo cerca de la puerta. El ratón desesperado atravesó el conducto con dificultad y desapareció.
La Niña se paró frente a la jaula observando perpleja cómo el cobayo de manchas corría en la ruedita como nunca antes lo había hecho. El viejo dormía como siempre. La Niña sonrío y golpeó la jaula con un dedo. El cobayo joven, confundido, aumentó la velocidad. La Niña parecía ahora enojada y de un golpe en el techo de la jaula con la palma de la mano hizo detener al cobayo que olfateó el aire unos segundos y corrió directo a una esquina, se acurrucó y cerró los ojos. Las luces de la casa volvieron a apagarse.

- ¿Y ahora por qué no comés? -preguntó el cobayo pardo al otro mientras mordisqueaba desesperado su pedazo de manzana verde.
El cobayo manchado, tirado contra la reja lejos de su trozo de fruta, se miraba las patas traseras mientras las movía como si pedaleara.
- No tengo hambre -balbuceó.
El viejo le echó otra de sus ya conocidas miradas escépticas.
- ¿Por qué no te dejás de joder?
- Porque estoy harto de estar acá adentro, comiendo y haciendo nada, mirando todo a través de la reja.
- Así es la vida, acostumbrate.
- No, no me quiero acostumbrar. ¿Vos viste al ratón gris de anoche?
- ¡Yo sabía! -comenzó a reír el viejo- ¿Qué tenés con las ratas?
- ¡Que se la viven jugando para comer! -gritó indignado el cobayo manchado- No es que quisiera que vivan encerradas como nosotros, pero acá la comida nos la sirven como a duques y a ellos los envenenan o los desnucan por comerse la basura. ¡La basura! ¡La que tiran todos los días porque no la quieren!
- ¡Y si son ratas! ¿No las ves? ¡Son - ra - tas!
- ¿Y nosotros qué somos?
- Cobayos, claramente.
- ¿Y cuál es la diferencia?
El viejo lo miró con los ojos abiertos, sin entender una sola palabra de lo que el otro le preguntaba.
- Basta – dijo, determinante-, acá se queda. Evidentemente estás muy pelotudo.
- Como vos digas – se resignó irónicamente el joven.
El silencio se adueñó de la jaula por el resto del día y el trozo de manzana verde del cobayo manchado se oxidó lentamente con el aire de primavera que entraba por los ventanales de la cocina y hacía flamear como banderas las cortinas con motivos gastronómicos.

Llegaba una noche más de esas en las que los seres humanos suelen dejar los ventanales abiertos para que entre el viento fresco y se lleve el calor del día que quedó atrapado en la casa. Esta vez el viento no era demasiado fuerte pero circulaba suavemente.
El orificio en el zócalo ya había sido bloqueado por un taco de madera y algunas hojas de diario viejo. El ratón se disponía ahora, en la base de uno de los ventanales, a masticar con paciencia el mosquitero de plástico verde. El cobayo manchado lo observaba fascinado.
Una vez dentro, el ratón saltó del ventanal a la mesada y comenzó a inspeccionar el lugar con su bigotudo hocico. El cobayo se paró detrás del trozo de manzana verde oxidado y lo empujó con esmero hasta el frente de la jaula. Era una rebanada bastante fina, por lo que la ubicó de manera que pudiera hacerla pasar por entre dos de las barras del enrejado. Se asomó sobre la media rodaja y vio que el ratón ya no estaba. Supuso que había entrado una vez más al basurero, entonces esperó.
Esta vez el ratón tuvo su tiempo para revisar la basura y salir tranquilo. Antes de que comenzara a buscar su salida, el cobayo le llamó la atención con un breve chillido. El ratón se quedó congelado. Al segundo chillido comenzó a olfatear el aire y finalmente divisó la jaula en lo alto del aparador. Parecía desconfiado, no sabía qué era lo que le llamaba la atención con ese sonido.
Entusiasmado por el éxito, el cobayo comenzó a empujar el trozo de manzana a través de los barrotes. Eran algo más estrechos y rallaron la manzana quitándole un poco de agua, que goteó sobre el suelo llamando más aun la atención del ratón. Al caer definitivamente la rebanada al suelo, el ratón salió disparado hacia ella y la masticó hasta deglutirla en unos segundos. El cobayo trataba de verlo desde la altura como podía, desde una perspectiva demasiado vertical. El ratón se relamió y se limpió los bigotes antes de echar una última mirada a la jaula. Confundido, corrió hacia la mesada, subiendo por una silla cercana y saltando luego al ventanal. Antes de escapar, se volteó para mirar una vez más y observó a lo lejos dos ojos brillando en la oscuridad.

- ¿Anoche te agarró el hambre? –preguntó el cobayo pardo al manchado que asintió levemente mientras comía con desesperación un nuevo trozo de manzana.
- Y ahora no podés parar – agregó.
El otro sonrió sin dejar de masticar la fruta.
- Estuve pensando en lo que dijiste ayer – comentó tímidamente el viejo-. Hijo, la vida hay que aprovecharla. Si acá nos encontramos, por algo debe ser. No podemos rechazar lo que se nos da.
El joven no soltó la manzana ni respondió a ninguna de las palabras del viejo, que lo miraba con impotencia. Resignado, dio media vuelta y volvió a recostarse en su esquina.
No tardó en llegar la noche y el cobayo manchado ya tenía preparado un trozo de manzana que guardó bajo algunas virutas especialmente para volver a tomar contacto con la rata. Bloqueados el orificio del zócalo y cerrados los ventanales de la cocina, no había forma de que algún roedor pudiera ingresar a la casa y el cobayo se dio cuenta de que no había reparado en eso, por lo que pasó la noche en vela, comiéndose de a poco el resto de la manzana y durmiéndose a la hora en la que el sol comenzaba a asomar entre las cortinas.

Una noche más llegó como todas y ambos cobayos se encontraban en sus respectivas esquinas. El viejo ya dormía y el joven esperaba pacientemente a que sus párpados cayeran y ya no quedara otra opción que hundirse en el sueño.
La jaula comenzaba a ceder ante las manos que metían sus dedos entre los barrotes, tratando de alcanzar al cobayo que buscaba desesperado una salida. El ruido de los barrotes doblándose y quebrándose eran terroríficos y entre risas y gritos de humanos se escuchaba un agudo chillido que el pequeño animal no podía identificar. De repente, la base de la jaula se abría y el cobayo caía sobre una canasta repleta de manzanas y ratas que lo esperan con la boca abierta. El chillido agudo se multiplicaba y el cobayo despertó de golpe. La casa dormía en silencio. El joven trató de asimilar la pesadilla y antes de que sus rápidas pulsaciones volvieran a estabilizarse, un lejano chillido lo sorprendió otra vez. Esta vez era real y venía de afuera de la jaula.
Desesperado, el joven roedor corrió hasta un extremo de la jaula y trató de mirar hacia abajo con un solo ojo. Allí estaba el ratón gris, en la base del aparador, erguido sobre sus patas traseras mientras olfateaba el aire.
- ¿Tienen algo? – preguntó el pequeño carroñero apenas vio unos bigotes asomarse.
- ¿Qué? – preguntó el cobayo confundido aun por la pesadilla.
- Si tienen algo, no tengo mucho tiempo.
El de la jaula se volteó y vio que no había restos de comida en ella. Hacía varios días ya que había abandonado su austera campaña de caridad.
- No, no tengo nada –le contestó apresurado-. Puedo decirte dónde hay. La heladera está repleta.
El ratón se quedó unos segundos olfateando el aire, se apoyó en sus patas delanteras y se perdió por debajo de la mesa.
- ¡Esperá! ¿A dónde vas? -exclamó el cobayo tratando de no despertar al viejo- La heladera es para el otro lado –explicó.
Unos segundos después, vio al ratón subir velozmente por la pata de una silla y pararse sobre el respaldo.
- ¿Pensás que no sé dónde está la comida? ¿Pensás que somos boludas? ¿Cómo carajo querés que abra una heladera? Soy una rata, pelotudo ¿Cuánto pensás que mido?
-No, perdoname –fue lo único que se le ocurrió  decir. La vergüenza que sentía lo ahogaba.
- Vos las tenés todas allá arriba. ¿Te pensás que es fácil? Vení, bajá y ponete a buscar algo para comer, vas a ver lo jodido que son las cosas acá abajo.
El cobayo calló. El ratón lo miró decepcionado, bajó de la silla y lo miró una vez más desde el suelo.
- Podés tirarme un pedazo de manzana cada tanto, pero desde allá arriba nunca vas a cambiar las cosas –sentenció antes de abandonar la habitación por el orificio que había vuelto a abrir carcomiendo el taco de madera.

- ¿Otra vez sin hambre? –preguntó el cobayo viejo que ya veía frustrados sus intentos por comprender a su compañero de jaula.
- Sí –respondió seco el otro.
El cobayo pardo ya estaba viejo y ahora lo único que le importaba realmente era su pedazo de manzana diario y su colchón de virutas hasta el día que no volviera a despertar. Por eso simplemente calló.
Afuera llovía a cántaros y el cobayo joven intentaba tenazmente vencer uno de los barrotes de la jaula y doblarlo para abrir un orificio lo suficientemente grande como para escapar por allí. El viejo dormía cada vez más profundamente. Ni los destellos ni los truenos afuera lograban despertarlo.
El cobayo joven se entusiasmó al ver que uno de los barrotes cedía levemente y ya se disponía a doblar el segundo cuando observó a lo lejos, en el suelo de la cocina, una pequeña bola negra deslizándose lentamente a lo largo del zócalo bajo los ventanales. El ratón, empapado de agua, se dirigía sigilosamente hacia la parte de atrás de la heladera, por donde generalmente lograba trepar hasta la mesada.
El cobayo manchado duplicó sus fuerzas y desesperadamente trató de vencer el segundo barrote para poder bajar al tan ansiado encuentro con la rata cuando un estallido seco retumbó en toda la cocina. El cobayo se quedó paralizado por el ruido.
Una luz se encendió en el pasillo y el joven volvió desesperadamente a su rincón. Inmediatamente se encendió la luz de la cocina y La Mujer caminó directo a la heladera. Se asomó por detrás de ésta y dio un alarido que sobresaltó a ambos cobayos. El viejo lo miró al joven, confundido. El cobayo manchado le devolvió la misma mirada. El Hombre entró a la cocina y apartó a La Mujer de su camino. Corrió con todas sus fuerzas rápidamente la heladera y tomó una bolsa. El cobayo pardo caminó hacia el frente de la jaula y pudo observar cómo El Hombre introducía en la bolsa una rata desnucada por su trampa. El viejo sonrió y miró a su compañero. El joven tenía la mirada perdida y temblaba del terror.
En un instante todo volvió a la normalidad. La casa quedó en silencio y sólo se escuchaba la lluvia cayendo sobre el techo. El cobayo joven ya no temblaba. Desde la distancia, acurrucado en su tibio rincón, miraba con los ojos completamente abiertos los dos barrotes de metal doblados.