3 de diciembre de 2011

Escribí esto

Tomé el tenedor y lo clavé en una esquina de la mesa. Lo hice tan rápido e instintivamente que me sorprendió lo profundo que lo introduje entre las vetas de la madera. Inmediatamente me hice del bolso y de las flores que había dejado sobre la mesada. Antes de salir por la puerta de atrás pateé la pequeña alfombra de manera que se diera vuelta y se enrollara a un costado para no mancharla con los borceguíes. La sangre ya estaba coagulando y a cada pisada las suelas se adherían más y más a las lajas de la cocina.
Observé que la radio estaba encendida pero a un volumen casi imperceptible y decidí que así estaba bien. Abrí la puerta y corrí hacia el fondo del terreno, salté el tapial, corrí a gachas a lo largo del parque del vecino y a través del pasillo que se abría entre la casa y la medianera. Antes de salir a la calle arrojé una flor al pie de la puerta del frente de la casa, me acomodé el bolso cruzado y abrí la pequeña valla de madera pintada de blanco procurando no hacer mucho ruido ni actuar de manera sospechosa.
Ya estaba afuera. Se me apeteció un cigarrillo. Puse el ramo bajo mi brazo izquierdo y me encendí uno con paciencia. La tarde era bastante calurosa y el sol me hacía arder la frente. Terminé mi cigarrillo ahí, apoyado contra la verja, esperando que apareciera alguien. Nadie parecía tener el coraje de ahorrarse la siesta del domingo. Los árboles no se movían. La única vida en constante glorificación eran las chicharras de verano.
Crucé la calle y me senté sobre el cordón. Sentía el bolso pesado y lo abrí para ver qué llevaba. Dos libros escritos en alemán y un anotador muy viejo, destartalado, pero completamente en blanco. Los arrojé a la zanja. Busqué en el fondo y encontré una llave de bronce suelta. La sostuve con los dientes para poder utilizar las dos manos cuando vi que en el fondo del bolso se escondía una caja de madera bastante pesada. La inspeccioné y parecía estar cerrada con llave. Probé la que había encontrado pero ni siquiera coincidía en tamaño. Era una llave de la puerta de una casa, no de una caja de madera. La guardé en un bolsillo, me paré y arrojé con violencia la caja sobre el frente de la casa que estaba a mis espaldas. Se partió en mil pedazos y entre ellos descubrí una pequeña llave de plata. Busqué la cerradura de la caja destruida y comprobé que esa sí era la llave correcta.
Sin más, crucé la calle y salté la valla pintada de blanco, mirando alrededor que no hubiera nadie. Levanté la flor que había dejado y abrí la puerta con la llave de bronce. Prendí la luz, cerré la puerta y apoyé la llave sobre una pequeña mesa decorada con un florero vacío, donde introduje la flor.
Me deshice de mi saco y me senté en el sofá cama. Hice silencio por un momento para oír el reloj de la cocina. Me quité los borceguíes y las medias, los arrojé sobre la alfombra de piel y me recosté. Dormí por tres o cuatro horas.

Me despertó el timbre. Era un timbre antiguo, de aquellos que suenan a dos campanadas bien fuertes y espaciadas. Me puse los borceguíes lo más rápido que pude. Olvidé ponerme las medias primero, por lo que decidí hacerlas un bollo e introducirlas en el florero de la mesita de la entrada. Tuve que cortarle el tallo a la flor para que entrara. Los restos me los guardé en el bolsillo. Al dar el primer paso noté que mis zapatos hacían mucho ruido al adherirse las suelas ensangrentadas al piso de madera, por lo que intenté limpiarlas lo más rápido posible sobre la alfombra de piel. Funcionó. El timbre sonó de nuevo. Me dirigí a gachas hacia el baño.
Entré sin hacer mucho ruido y abrí la ducha y llaves de agua a la vista. Me miré al espejo porque no me podía ignorar. Estaba bastante sudado, me ardía la piel de la cabeza rasurada y tenía un corte por encima de la ceja izquierda que no había notado antes. Me lavé la cara y me la sequé con la toalla, que introduje como pude en uno de mis bolsillos. Salí del baño y oí el timbre sonar dos veces más. Noté que la puerta de la habitación estaba arrimada y la abrí para espiar. Había dos camas individuales ubicadas paralelamente y en cada una yacía una niña. La del fondo estaba despierta y sentada. Me observó un momento y me pidió un vaso de agua. Le dije que alguien llamaba a la puerta y sólo me sonrió. Arrimé de nuevo la puerta de la habitación y corrí hacia la cocina. Llené un vaso con agua de la canilla hasta el tope y caminé con cuidado de no volcarla. Al entrar a la habitación noté que la niña se había vuelto a recostar. Le dejé el vaso en la mesa de luz porque dormía profundamente. La otra niña estaba ahora despierta y me observaba con detenimiento. Su rostro parecía pálido y tenía el pelo del flequillo pegado a la frente por el sudor. Tosió y me pidió un vaso de agua. Le sonreí y arrastré sutilmente con dos dedos el vaso que había apoyado del otro lado de la mesa de luz. Ambos echamos una carcajada y nos tapamos la boca al notar que habíamos perturbado el ambiente. Reímos un poco más en silencio y ella se volteó con un gesto de cansancio. Miré por las hendijas de la persiana y noté que el sol ya bajaba. Abandoné la habitación, tomé mi saco, las medias y la flor con una mano. Con la otra abrí la puerta con la llave.

Ya estaba oscuro, por lo que caminé tranquilo a lo largo del parque y salté el tapial con paciencia, procurando no lastimarme. Caminé hasta la casa y entré en silencio. Cerré la puerta una vez adentro y acomodé la alfombra con la punta de un pie. Colgué el saco de una silla, apoyé la llave, la flor, la toalla y los tallos sobre la mesa y las medias las arrojé al lavabo. Me senté y encendí un cigarrillo. Me dolían los pies y me ardía la cara. Arranqué el tenedor de la mesa y lo guardé en el cajón de los cubiertos, estirándome como pude para alcanzarlo desde la silla. Había olvidado el ramo de flores en la calle. Tomé la única que me había quedado, con el tallo corto, llené un vaso con agua y la introduje en él. La saqué, la sacudí, me tomé el agua, llené el vaso de nuevo e introduje la flor en él otra vez. Ubiqué el florero improvisado en el centro de la mesa y fui a apagar la radio. Me acerqué a la ventana y dejé que la luna me encandilara por unos minutos. Me senté en el piso con cuidado, ayudándome con la silla que estaba arrimada a la mesada, a la que había intentado subir para alcanzar el aparador y de la que había resbalado infantilmente. Me recosté sobre las lajas frías y ensangrentadas. Dormí unas ocho o nueve horas.

Desperté con el cantar de las chicharras y la sangre fresca que bajaba de mi frente hasta mi oreja. Me senté. El día estaba radiante y hacía calor. Tenía hambre y recordé que quedaba una lata de arvejas en el aparador. Supe que esperaba a alguien pero no a quién. Me erguí y busqué mi viejo anotador y una lapicera. Escribí esto.

7 de agosto de 2011

Franja blanca, franja negra

Todas ellas lucían un solero a rayas horizontales blancas y negras. Todas. Incluso una de ellas, la que mejor recuerdo, se recostó a mi lado y pude ver que no sólo su vestido era blanco y negro. Ella misma era un dibujo que nunca había sido coloreado. Su cabello era lacio y negro como la tinta china, y un flequillo muy prolijo le enmarcaba el rostro, pálido como el papel, donde se dibujaban en un par de pinceladas muy delicadas dos ojos redondos y oscuros, dos orificios nasales bastante simétricos, y la boca, sutil pero con el protagonismo de las palabras que dejaba escapar.
“Te quiero”, dijo, como si oyera los garabatos de mi conciencia. La hice hablar como al espejo.
“Yo también”, le contesté, fiel a un guión universal. Posé mi mano sobre sus caderas y ella la tomó suavemente, guiándola cuesta abajo sobre sus muslos, fríos y suaves. La conocía de toda mi vida y no tenía idea de quién era. Realmente la quería sin siquiera saber su nombre.
No era Martina, pero era Martina, detrás de los bastidores, corriendo de aquí para allá, salpicando mi conciencia con su tinta filosa, escapando a mis brazos una y otra vez. ¿Cómo empujarla con los mismos brazos que la estrecharon? Sus muñecas, sus monigotes, sus títeres de papel, vestidos todos con su propio atuendo a rayas blancas y negras, como si no me diera cuenta.
¿Por qué no te vas si quisiste irte? No quiero tus hermosas muñecas. Te quiero a vos y quiero que te vayas. Tus rayas blancas y negras. Caigo a través de tu vestido y no llego nunca al suelo.
Franja blanca. Te extraño, te necesito, te quiero. Puedo darte todo, sos todo lo que quiero, podemos entendernos, sé que podemos estar juntos.
Franja negra. Ya basta. Ya nada es lo mismo. Abriste una herida que no cierra si no te vas. Quizás nunca fuiste lo que pensé, lo que pienso.
Franja blanca, otra vez. ¿Cuándo termina este maldito vestido? ¿Cuándo llego a tus piernas y las dejo atrás para estrellar mi cabeza contra el suelo? Quiero manchar tu otra zapatilla.
Desearía haberte visto con un vestido completamente negro. Todo sería más fácil.

Cuando desperté sabía todo esto. Sabía que eras vos, otra vez.
Cuántas cosas puedo llegar a ignorar por vos. Incluso la persona que me mostraste antes de que dejara tu departamento por última vez. Esa persona que tiene la vida completa. Una vida en la que no entra alguien como yo, con tantas exigencias, tantas complicaciones, tanto para trabajar. Esa persona que no se permite necesitar a nadie. Esa mujer tan humana, tan miedosa, tan egoísta y ciega. Esa bailarina de los cuchillos, con tanto control sobre sus navajas como miopes son sus enormes ojos. Nunca quisiste recuperar tus anteojos. Nunca pudiste verme a través de tus lentes correctivos.

Vamos. Que cuando desperté también sabía que ya no sos la misma. No sos, o nunca fuiste, la Martina de la que me enamoré. Sé que está ahí, pero hay mucho más dentro tuyo que ya rompió la ilusión. Y ese es el dolor más agudo. El de la ilusión rota y todas las astillas atravesándome en el alma.

Y aun así, necesito que me abraces.

31 de enero de 2011

Dimes y diretes

Dicen por ahí algo que me cuesta creer. Me da gracia, en verdad. No temo pecar de ingenuo, no. Simplemente me cuesta creerlo. Aunque quisiera y lo intentara realmente. Bueno, es más bien una cuestión de mantenerse precavido. Quién sabe qué cosas puede uno llegar a escuchar a lo largo de su vida. De tantas palabras, muy pocas parecieran ser siquiera acertadas. Ni las de uno mismo. Tantas cosas he dicho que ya no comparto. Tantas vergüenzas pasadas. He llegado a sonrojarme en soledad, acostado en mi cama, con la luz apagada ya, repasando las conversaciones del día. Qué manera de hablar al pedo. Si pudiera acaso taparme la boca a tiempo no tendría esas ansias tan fuertes de golpearme en la mandíbula día por medio. Es claro que uno no siempre lleva las riendas de su propia conciencia. Menos aun de su propio lenguaje. Maldito lenguaje. Qué más da. Las reglas del juego.
Cerré la puerta trasera del taxi y dibujando una sonrisa levanté la mano para saludar a Martina, que se alejaba y me tiraba un beso a través de la luneta. Tantas cosas comenzaban a pasar por mi cabeza que no tuve tiempo para que se me ocurriera devolverle ese beso. La puta madre, que manera de derrochar besos. Cuánto lo voy a lamentar cuando Martina ya no vuelva a golpearme la puerta. Más aun cuando pase por su puerta y sepa que no soy capaz de romper con las promesas y llamarla para darle un beso desubicado, de esos que nadie quiere pero que saben tan bien y... la puta madre, otra vez, tres semanas de arduo olvidar tiradas a la basura, y otra vez a sentirme como un degenerado forzando la situación. No sé jugar al juego.
Dicen por ahí, me dijo, y miró a un costado, sonriente. ¿Qué es eso? Nunca la había visto mirar a un costado de esa manera. ¿De qué carajo me habla? Nada, la miré con mi cara de pelotudo enamorado. Ya no puedo manejar mi cuerpo, ya ni siquiera sé si es mío. Nada de lo que mi conciencia dicta es correctamente reflejado por mi personaje en escena. Bueno, por lo menos ella estaba más feliz que nunca. Brillaba como la luna. Se fue y yo con la mano al lado de mi cara de pelmazo. Y la otra mano en el bolsillo, cerrada en un puño, apretando y sudando. Qué desastre de persona.
Era sábado a la noche y la dejé ir con sus amigas. No le pregunté nada. Ah, sí. Empecé a practicar mi nuevo personaje. Al que no le importa lo que me vuelve loco. Hace tanto que no pasaba un sábado solo. Un sábado sin ella. Llegué a mi departamento, tiré todo, inclusive mi personaje, sobre el sillón. Me estiré frente al ventanal. Dicen por ahí, dije en voz alta. No puede ser. Le dije "te amo". Pero, ¿por qué lo de “dicen por ahí”? ¿De dónde salió eso? No podía entender cómo ella se rió y lo repitió como la mejor broma que le hubieran contado en años. Era la más grande incongruencia que había osado decirle desde que la conocí. Espero el taxista no lo haya escuchado. Debería si no estar buscándome para atropellarme con su Peugeot. Yo lo habría hecho.
Cómo me reí. Solo, estaba solo y reí a carcajadas. Grité y me tiré al suelo. Tenía la piel de gallina y me rascaba para calmar el cosquilleo. El cuello lo tenía rígido y temblaba. Me arrodillé y hundí la cabeza entre los dos almohadones del sillón y grité una vez más. Cuando levanté la cabeza, había dejado una mancha de saliva que intenté sin mucho esfuerzo secar con una mano. Con esa mano me ayude a levantarme. Fui al baño y me lavé las dos. Ya todo había pasado.
Golpeó la puerta. Sí, golpeó la puerta. Se bajó del taxi, le pagó, no le importó nada. Corrió con tacos. Está loca, podría haberle dicho al tipo que diera la vuelta. No, se bajó y corrió con tacos. Quiso tener el control de la situación. Yo hubiera hecho lo mismo. Golpeó la puerta y yo sabía que me había olvidado algo, pero no como para que ella volviera. Ella se había olvidado algo. Qué pelotudo. Ya no había tiempo, tenía que ensayar una ofensa. Qué increíble, tanto tiempo ensayando disimular tantas ofensas y ahora tenía que inventar una.
Imposible mantener una cara de orto tan improvisada, tan poco ensayada. Encima estaba parada ahí con los zapatos en la mano. Como si yo la inventara. Me reí, no pude. Me dio un beso. Dicen por ahí me dijo.

11 de enero de 2011

Improbable

Escasean hechos tan infantilmente placenteros como mirar a una mujer a los ojos a través de la hendija efímera de un colectivo en movimiento, platónica masturbación que en los rincones de la conciencia replegada suspende en la atemporalidad el calor de la daga que se hunde en el sobaco del flanco segundo, en manos finas de la dama holograma, empapada de colores en ebullición, nacida del movimiento, floreciente en la perpetua posibilidad de sí en la sinrazón de la razón del yo-universo.

¡Qué sabré del amor si lo siento a cada momento! ¡Qué sabré de las mujeres si soy hombre enamorado del abismo de mi tragedia sexual, de la nada que me piensa, que me siente, que me existe!

Con la nada obsesionado no encontraré mi todo complementado.