17 de mayo de 2007

El asiento de la rueda

Se sentó en el asiento de la rueda. El individual. Siempre prefirió los asientos de atrás, lo alejaban de las viejas que subían solo para abusar de su reducida movilidad y obligar a uno a pararse y cederles el asiento luego de un arduo día de verano. La mayoría de las veces conseguía un asiento en el fondo, muy rara vez se arriesgaba a sentarse adelante. Odiaba los últimos asientos sobre el motor. Cuando bajaba del colectivo su ropa estaba empapada y pegada a cuerpo y se sentía raro al caminar, ya que parecía no tener nalgas. Sus asientos favoritos eran los últimos antes de los del fondo, porque se encontraban detrás de los de las ruedas y por ende podía estirar las piernas sin molestar al pasajero de adelante. Además nadie lo molestaba a él. También se encargaba de calcular la hora del día y la dirección del recorrido del colectivo con respecto al sol para evitarlo en días de verano, sentándose de uno u otro lado.
Ésta vez el asiento de la rueda era la mejor opción, a pesar de haber asientos más cómodos en las primeras filas. Una vez sentado, guardó el vuelto en el bolsillo derecho del pantalón y, mientras se terminaba de acomodar, miró el boleto. La suma de las cifras del número de boleto daba dieciocho. No decía nada. La hora del boleto marcaba las seis y treinta y nueve. Sumándole la hora y media de viaje, daban las ocho y nueve, lo cual, considerando que su horario de ingreso era a las ocho y veinte y que tardaría unos cinco minutos en caminar las cinco cuadras a lo largo de la Avenida Córdoba, le indicaba que llegaría a la facultad con seis minutos de anticipación, los que aprovecharía para saludar a sus compañeros y comentar lo bueno y lo malo del fin de semana.
Guardó el boleto en el mismo bolsillo en el que guardo el vuelto. Se acomodó un poco más a la izquierda. Miró por la ventana. Todavía era de noche y la niebla nublaba las luces de los faroles, dando esa sensación de humedad que le fascinaba. No sabía si colocar la mochila entre sus piernas o sobre éstas. Si la apoyaba en el suelo, pensó, la ensuciaría. La colocó entre sus piernas como ignorando sus propias conclusiones.
Solía distraerse mirando el paisaje urbano, le encantaba mirar por la ventana cuando recién empezaba a viajar en colectivo. Ahora lo aburría y algunas veces terminaba durmiéndose con la cabeza contra el vibrante vidrio. Las lomas de burro le dolían, pero seguía durmiendo.
En esta ocasión, prefirió sacar su walkman de la mochila y escuchar su cassette favorito, ya que, por única vez en el año, podía hacerlo. Si no le andaba el walkman nuevo, el viejo no tenía pilas. Si tenía pilas, no le funcionaban los auriculares. Si conseguía auriculares nuevos, no tenía un cassette para grabar su música preferida. Si conseguía cassette, no le funcionaba el grabador. Si por fin grababa su cassette y conseguía auriculares nuevos, otra vez no tenía pilas. Ésta era una ocasión especial. Debía aprovechar el momento. Disfrutaría mucho gastar las pilas nuevas en dos viajes y, al llegar a su casa, arrojaría el walkman y sus apéndices en el fondo del cajón, rindiéndose así, luego de tomarse el duro trabajo de reunir las provisiones necesarias para una corta pero agradable satisfacción.
Terminó el lado “A”. Mientras daba vuelta el cassette, levantó la mirada para observar la multitud que se apretujaba, envidiándole el asiento. Un oasis de realidad entre dos recesos mentales que eran el lado “A” y el “B”.
Frente a él se encontraba una joven muchacha de rubios cabellos y largas piernas. Se concentró tanto en observarla que colocó el cassette del lado incorrecto. Lo corrigió y siguió analizando la bella figura que decoraba su paisaje personal. Puso “play” e intentó que la música acompañara la imagen. Las estridentes guitarras y la delicada muchacha no se complementaban, pero su mente logró asimilar ambos polos a la vez.
La chica se encontraba en una posición relajada, inclinando su cuerpo sobre una sola pierna, mientras la otra descansaba cruzada. Viajar parado y cómodo no es muy fácil de lograr. Su mirada se dirigía a través de la ventana, depresiva y pensativa. Cada tanto suspiraba y cambiaba de pierna. Su mano derecha se encontraba alta, sobre su cabeza, tomando la barra de metal que empezaba en el suelo y terminaba en el techo. Su mano izquierda se encontraba baja, cerca de su cadera, sosteniendo un bolso bastante grande.
Mientras él la miraba, las ruedas giraban, las del colectivo y las del cassette. La música fluía y él no la escuchaba. Más tarde se daría cuenta y rebobinaría el cassette para comenzar de nuevo.
De repente, se dio cuenta de que la muchacha estaba cambiando de actitud. Parecía incomodada por su admirador, quién se dio cuenta de esto y desvió la mirada. Dejó que pasaran unos minutos, disfrutó de una canción cantándola en su interior, y volvió la mirada hacia la muchacha, quién seguía mirando por la ventana, pero con esa despectiva actitud que había adquirido hacía unos minutos. Él sospechaba que ella sabía que la estaba mirando, pero no estaba seguro. Por las dudas empezó a observarla de reojo y con intervalos de ventana y multitud.
En él momento en que su mente se había metido de lleno en la música y su mirada permanecía perdida en sus pensamientos, sus ojos cruzaron sin querer los de la muchacha, quién giró la cabeza de un golpe que desnucaría a cualquier desprevenido.
Él rió. Siempre en su interior. La muchacha no estaba tan incómoda como se hacía ver. Cuando el admirador existía, ella lo despreciaba. Cuando desaparecía, ella lo sentía ausente y lo buscaba con desesperación.
Otra vez le perdió el rastro a la música. Su cabeza estaba llena de alegres pensamientos, situaciones imaginarias y sueños imposibles de realizar. Cómo podría él llegar a entablar una conversación con esa muchacha, y aún después del episodio ocurrido, que quizás había sido todo obra de su imaginación. Cómo una conversación lo conduciría a toda una vida planeada. Su mente se hacía infinita y a pesar de gustarle, le hacía mal.
Sacudió su cabeza librándola de la mayoría de esos estúpidos pensamientos, y miró otra vez a la muchacha, quién ahora se había convertido en un anciano de barba y bigote. La había perdido de vista. La buscó con desesperación. La puerta del colectivo se cerró y el chofer arrancó. El cassette paró de golpe haciendo saltar la tecla “play”. El colectivo estaba cruzando la Avenida Córdoba y él no se había bajado.

Todas las noches lo mismo

Miguel estaba sentado en la puerta de su casa, con las rodillas a la altura de su pera y ésta apoyada en ellas. Sus brazos abrazaban sus piernas como queriendo protegerlas del arrebato de algún malnacido que las viera y quisiera venderlas en algún que otro mercado de carne clandestino. En el momento que su madre gritó desde el interior de la casa pidiéndole a Miguel un poco de ayuda para dar de comer a su ganado de colillas, el joven distraído apoyó ambas manos sobre el concreto, lo que permitió que en unos segundos, una figura oscura lo atacara y, entre una bola de forcejeo y mano aquí y mano allá y “ahí no que me gusta”, Miguel se viera desplomado en el medio de la acera, sin piernas.
La situación era desesperante y confusa a la vez. Miguel miró hacia ambos lados de la calle, pero no vio más que un par de atunes divagando por el mercado de frutos anales. Su respiración se hacía cada vez más forzada y dificultosa, y sus cejas estaban tan arqueadas que de repente se le escapó un gas, a lo que los atunes dirigieron su mirada de deseo de consumidor final. Miguel decidió dejar de lado las dudas y preguntas y reptar hasta la puerta, abrirla, entrar, meter la alfombrita de “welcome” adentro y cerrar de un portazo, escapando así de los atunes que quedaron retorciéndose en el asfalto hasta morir de asfixia.
Esa noche cenaron empanada gallega. Su madre sirvió la cena en una fuente de madera que su propio padre había tallado cuando aún estaba con vida. Miguel la miró a los ojos y golpeó la fuente, estrellándola contra la vapuleada cara de su madre. Al querer bajarse de la silla para huir hacía su habitación, el niño olvido que ya no poseía piernas, y se reventó la nariz contra el suelo. La imagen de vulnerabilidad que demostraba Miguel, con sus ojos llenos de lágrimas, su nariz que ya no era una nariz, sino una rosa roja repleta de sangre y pedacitos de cornetes, y sus piernas que ya no eran piernas, sino nada en absoluto, ya que como he relatado, se las habían arrebatado para venderlas en algún mercado de frutos anales clandestino (léase el texto desde el principio), hicieron que la madre estallara en lágrimas y se arrodillara junto a su hijo y lo abrazara. El dolor era intenso, sus rodillas habían caído de lleno sobre los dientes de Miguel, los cuales atravesaron piel y carne y terminaron por romper los ligamentos cruzados de la madre.
En ese momento, Julio, el menor de la familia, quién presenció todo este episodio, bajó de su sillita alta, gateó hasta la puerta, la abrió, puso la alfombrita de “welcome” en la entrada y antes de cerrar la puerta dijo: “Avísenme cuando terminen con toda esta ridiculez, yo me voy a comer por ahí con Méndez, que me prometió unas ancas de niño con maíz”.

Conejos

De repente, miles de conejos comienzan a salir de las trincheras, como una erupción de pequeñas bolas de piel blanca con pompones en el trasero. Los muchachos y yo nos vimos totalmente espantados. Nos aferrábamos a nuestros fusiles como si alguno estuviera dispuesto a disparar. No entendíamos nada, los ingleses habían desaparecido y de repente nos encontrábamos en un mar de peluche. Los pequeños animalitos solo corrían, pasaban por entre nuestras piernas. Algunos compañeros no se encontraban en una posición firme y fueron volteados por olas de suave pelaje. Increíblemente no volvimos a verlos, a lo lejos podíamos observar que el mar blanco se teñía de un rojo aterrador. Parecía una pesadilla. Pasados unos minutos, al ver que las zanjas no dejaban de vomitar conejos asesinos, nos decidimos a hacer algo.
El primer disparo fue el peor. Ver como un torbellino de conejos se abalanzaba sobre Tato fue terrible. Podíamos ver como el caño de su fusil se doblaba y se partía. No era una buena idea disparar, y ya nadie pensaba volver a hacerlo. Excepto por Facundo, que explotó y comenzó a disparar para todos lados. A lo único que logró pegarle, fue a la pierna de Juancito, que al sangrar, despertó el apetito de algunos conejos que se le colgaban y se lo comían vivo. Yo ya prefería no mirar. Mis piernas estaban flojas, y los golpes de las diminutas bestias cada vez lograban desestabilizarme más. Lentamente veía como mis compañeros caían, uno por uno. El horizonte ya se había perdido entre tanta blancura, pero mi entorno cada vez era más rojo.
Miré al cielo, como buscando una respuesta, una salvación. Mis manos débiles soltaron el fusil, que se hundió en ese océano de pesadilla. Miré hacia abajo, busqué mis pies, no lograba verlos. Sin pensarlo mucho, decidí entregarme ante tal fenómeno. Abrí mis brazos, cerré los ojos y me dejé caer. Caí de bruces dentro de la máquina giratoria y, mientras me puteaba, el pobre negro trataba de sacarme de entre tanto algodón de azúcar. Nunca más volví a esa plaza.