20 de febrero de 2009

Sueño, teconología y evasión

Me había quedado dormido. El reloj no había sonado otra vez y ya era tarde. Entonces lo decidí.
Salí por la puerta de atrás en cuero y pantalones cortos. Era de mañana, pero el verano ya pegaba fuerte en el pecho. Di la vuelta y allí estaba, pendiendo pendiente. Pensé que ella esperaría por siempre, que nunca la haría columpiarse siquiera. Hasta ese día solo me había limitado a observarla brevemente, de pasada, cuando por una u otra cosa recorría el pasillo lateral exterior de la casa. Entonces no di más vueltas. Como si todas las reflexiones acerca de aquella soga misteriosa durante tantos años no significaran nada. De hecho no me pesaban en la cabeza.
Entonces, en un instante me vi colgado de la cuerda, con las plantas de los pies completamente apoyadas sobre la pared, el brazo izquierdo flexionado, tomando la soga fuertemente con la mano y haciéndola pasar por debajo del codo, y el brazo derecho extendido, tomando la cuerda y haciendo, junto al peso del cuerpo, todo el trabajo de fuerza.
Hubo un segundo de silencio en el aire, de dudas en mi cabeza y de tensión en la vieja soga. Todo se suspendió durante ese segundo. Luego la soga cedió.
Sentado en el suelo, con mi espalda estremeciéndose por el golpe, vi el maletín en el suelo. Aún le asomaba parte de la soga. Lo más sorprendente fue la pulcritud y sistematización con la que actuó el artefacto. Cualquiera diría que ese era un “terreno virgen”, en términos inmobiliarios, si es que los hay. Tomé el maletín, observé la soga colgando pero no me animé a guardarla. No me imaginaba que podría suceder si intentaba abrirlo. Tampoco me animé a buscar un poco más de ropa en su interior. Siempre lamenté ser una persona impulsiva. Por suerte era muy temprano aun y todos mis desocupados vecinos dormían. Todavía tenía algo de tiempo para escapar de ahí. Escapar como testigo de un misterio o como un loco, víctima de burlas.
Entonces, maletín en mano, inicié una caminata hacia donde se asomaba el sol.

6 de febrero de 2009

Café Darwin

- Es el último café que tomo con usted, Sr. Carvallo – dijo Alsina antes de sentarse, apuntando una pezuña amenazante hacía Carvallo. Éste se quedó perplejo. El burro sonaba sincero y realmente no tenía nada para refutarle.
Alsina tamborileó en el aire con su pezuña mientras buscaba algo más para agregar a su advertencia. Notó en la larga cara de Carvallo que el mensaje había sido lo suficientemente claro. Se sentó, se abrió el saco y acercó su silla a la mesa.
El mozo se acercó y con un “buenas tardes” dejó dos cartas sobre la mesa.
- Dos cafés, por favor – exclamó Carvallo antes de que el plumífero mozo se alejara –. Uno con coñac.
- Dos con coñac – aclaró Alsina, mirando de reojo a Carvallo, con desdén –. No suelo beber alcohol a estas horas del día, ¿sabe, Sr. Carvallo? Pero si no me relajo ahora, puede llegar a lamentarlo, mi equino amigo. Se lo aseguro.
- Muy considerado de su parte, Sr. Alsina. Pero no abuse del coñac. No quiero lamentarlo el doble.
- Sé controlarme, usted no va a decirme qué hacer. Usted no es quién para darme consejos.
Carvallo se había recostado sobre su silla y, a pesar de que estaba nervioso por la actitud del burro, trataba de mantener la calma y mostrarse tranquilo. Sacudió su cola como un péndulo y espantó un par de moscas. Alsina golpeó un par de veces el suelo con una pata. Estaba realmente tenso.
Hubo un silencio que duró unos cinco minutos, hasta que llegó la cigüeña con los cafés. Alsina lo había estado mirando fijamente a Carvallo desde que había entrado al bar, y no le quitó la vista hasta el momento en que el mozo comenzó a agregar coñac a su café.
- ¡Suficiente, Cicone! – ordenó casi gritando. La cigüeña agregó coñac en el café de Carvallo y se retiró a paso lento, con zancadas exageradas y movimiento cervical en perfecta sincronización.
El bar apestaba a estiércol. Carvallo resopló. Por alguna razón no se animaba a beber el primer sorbo de café. El burro se inclinó hacia adelante y hundió su hocico en el tazón. Carvallo observaba cómo el burro bebía lentamente con la mirada fija en la mesa. Bebió durante un minuto. Luego quitó el hocico del recipiente y levantó su cabeza, relamiéndose. Se salpicó el saco con café, pero no lo notó. Carvallo lo observaba con detenimiento.
- ¿Vinimos aquí a que me observara beber café o realmente tiene esa maldita propuesta, Sr. Carvallo? ¿Piensa beber el suyo siquiera? – recriminó Alsina y continuaba relamiéndose.
- Tenemos tiempo.
- Yo no. Menos que menos, para usted. Aún no sé qué hago acá y le conviene desembuchar antes de que me arrepienta.
- Usted es el único que tiene acceso a La Tranquera – dijo Carvallo casi sin pensarlo. Tenía que decir algo para interrumpir el sermón del burro que ponía el ambiente cada vez más tenso. Quizás no fue la mejor frase que podía haber usado para aflojar los nervios.
Ambos animales se quedaron mirándose a los ojos y, por esas casualidades de la vida, se hizo un silencio escalofriante en todo el bar. No tardó en sonar el siguiente tango y a Carvallo le volvió la sangre al cuerpo.
- ¿Qué está tramando, Carvallo?
El caballo mojó sus labios en el tazón.
- Quiero largarme de S&S. Tengo pensado salir del país.
- Sabe que eso le es imposible.
- No si llegamos a un acuerdo, Sr. Alsina.
- No voy a ensuciar mis pezuñas por usted. ¿Sabe cuánto me costó llegar a donde estoy ahora? Ustedes los caballos se creen muy importantes, ¿verdad? ¿Qué les hace pensar que por su pasado de élite pueden pasar por arriba a cualquier bicho que se les cruce? Estoy harto de ustedes. Tengo dos mulas que alimentar yo solo y no pienso pagar el pato otra vez por culpa de uno de ustedes. ¿Qué está tramando, Manchao? ¿Qué le hizo creer que podría convencerme invitándome a un café?
- Aún no sabe de qué hablo.
- Gracias al cielo. Pero me imagino de qué se trata. No necesita decir más nada.
- Cálmese. Le aseguro que mi propuesta le va a interesar. Usted no tiene que ensuciarse y sus hijos van a seguir comiendo como siempre.
- ¡Váyase al infierno, Sr. Carvallo! Usted no decide si mis hijos comen o no.
Carvallo resopló. El burro lo miró unos segundos y se echó hacia atrás sobre su silla. Sacó su pipa de un bolsillo interno de su saco y comenzó a cargarla con tabaco del bueno, que guardaba en un pequeño paquete de plástico que sacó de uno de los bolsillos de su pantalón. Suspiró.
- Muy bien, Carvallo. Quizás me esté precipitando. Soy un burro viejo y estoy harto de los embusteros como usted, pero toda mi vida he defendido los derechos de los animales.
Carvallo lo miraba esperando un remate. Realmente no sabía a dónde iba el burro con ese preámbulo.
- Hable. Cuando termine de contarme, si me ha convencido, haremos un trato. Si no, me levantaré, pagaré los cafés en esa barra y abandonaré este bar para no volver a verle los dientes nunca más. ¿Comprendió?
El caballo vaciló unos segundos pero asintió, convencido de que era lo mejor que podía conseguir de un burro viejo, a pesar de que éste aún no había escuchado el plan completo. Bebió un poco más de café, se relamió y aclaro la garganta. Antes de hablar dio una mirada alrededor, quizás esperando que alguien llegara y lo salvara. Ya tenía al burro en frente, esperando a que hable y no de muy buen humor.
El bar estaba a medio llenar. Algunas pintorescas ovejas balaban en un rincón, peladas, luciendo sus grises abrigos de piel de lobo. Un cerdo de anteojos pequeños leía el diario en una de las mesas ubicadas contra el ventanal. El sol le daba en la cabezota y le brillaban los pocos pelos duros que le quedaban. Su cuerpo estaba levemente deforme de un lado, como si hubiera sufrido una hemiplejia cuando niño. Con un párpado caído y la cabeza inclinada hacia la derecha, no quitaba los ojos del suplemento deportivo, mientras bebía pequeños sorbos de su tazón. El gordo animal quizás se sintió observado y levantó la vista hacia Carvallo, quién se encontró con un pronunciado estrabismo que terminaba de darle a ese pobre cerdo el aspecto de un animal vapuleado por la vida. No pudo saber si lo miraba a él o no. De todos modos, Carvallo decidió volver la mirada a Alsina. Ya era hora.
- Sé que no me queda mucho tiempo, Alsina – dijo, al fin.
Alsina exhaló fuerte por la nariz, reprimiendo una fuerte y corta risa irónica.
- Sé también que si no hago algo ahora, terminaré en la calle y moriré un tiempo después, solo como un perro.
- ¿Cuál es su plan, si es que existe alguno?
- Sí, existe – contestó Carvallo e hizo silencio, como si esa pudiera ser la respuesta final a la pregunta de Alsina.
- ¿Entonces?
- Entonces, si usted pidiera mi traslado en La Tranquera, quizás yo tuviera la posibilidad de sobrevivir unos años más en el exterior.
Alsina frunció el ceño, confundido.
- No comprendo su plan, Sr. Carvallo. ¿Cuánto piensa que durará en S&S México? ¿O en S&S Polonia? ¿O en Camboya, si es que estos malditos simios llevaron algo de su porquería a ese pobre país también? El trabajo es el mismo, Sr. Carvallo.
- No hablé de trabajo.
- ¿Y qué piensa hacer? ¿Ser el maldito presidente de la empresa? Es el único puesto que se me ocurre en el que nadie trabaja. No lo entiendo, compañero.
- Dije que quiero largarme de S&S. Renunciaré apenas ponga un pie fuera de esta mierda de país. Aquí no se puede vivir libre si no se tiene un condenado trabajo. O se entrega la vida a un puto mono engreído, o se es un Salvaje y “que Dios se apiade de usted”. ¿Quién carajo es Dios y quién es él para decidir si vivo o no?
- No blasfeme, Sr. Carvallo.
- ¿Cómo dijo?
- Mire, sea Dios o sea yo, lo que usted más necesita es piedad. Está endeudado de patas a cabeza. Hay muchos animales retirados que le encuentran la vuelta a este infierno terrenal y todos por sus propios medios. ¿Qué le dice que tiene el derecho y el privilegio por encima de los demás de ser beneficiado por mérito ajeno?
- A usted no le cuesta nada pedir mi transferencia.
- ¡Cierre el hocico! Yo sé muy bien cuánto me cuesta.
El cerdo de la ventana se había levantado y pasó por al lado de la mesa de los equinos rengueando, haciendo crujir las tablas de madera del suelo con cada uno de sus pesados pasos. Tras él, una briza perfumada sopló sobre Alsina y Carvallo y los distrajo por un momento.
- Un cerdo perfumado. ¡Qué país generoso! – reflexionó el caballo en voz demasiado alta.
- Se la voy a hacer fácil, Sr. Carvallo. Usted renuncia y yo le pago el pasaje a México.
- No pienso renunciar estando aún en este país. Además, ¿qué garantías tengo…?
- Lo que usted piensa ya no interesa – lo interrumpió Alsina. Sacó su billetera, la sostuvo con una pezuña y con la otra asomó unos cuantos billetes –. Usted decide, Manchao. El pasaje o los cafés.
- ¡Púdrase!
Alsina se levantó lentamente mientras sacaba un billete arrugado y guardaba la billetera en algún bolsillo interno de su saco. Caminó sobre sus viejas patas traseras hasta la barra. Carvallo lo observaba, desesperado y sin saber que decir, pero aún resoplaba con cara de ofendido.
- ¡Dos cafés con coñac y uno de mortadela! – gritó, mientras tomaba un sándwich de una pila sobre una bandeja de plata y lo levantaba en el aire. La cigüeña, a lo lejos, extendió un ala, hizo una amistosa seña de aprobación y continuó charlando con el cerdo rengo. Alsina dejó el billete sobre la barra y salió del bar con la indiferencia de quién esquiva a un perro muerto en la calle.