17 de marzo de 2009

Ceder el paso

El otro día iba caminando por Rosetti, una tarde de solcito pero bastante fresquita. Clima ideal, a mi gusto. Caminaba mirando los árboles, y pensando en cuantas cuadras me quedaban para llegar a la casa de mi vieja, ya que había estado caminando y tomando colectivos en capital, y ya me había ganado el cansancio.
En eso observo que de a poco me acercaba cada vez más, a una señora de entre 40 y 50 años (por lo menos eso demostraba su vapuleada retaguardia, y no me refiero desubicadamente solo a su trasero), la cual caminaba a un paso mucho más lento que el mío. Si uno relaciona esos datos y analiza algunas leyes de la física, se da cuenta que esa diferencia, era precisamente la que me acercaba cada vez más a ella.
Como ya venía temiendo apenas vi a aquella tranquila señora, llegue al punto de la incomodidad peatonal. ¿Qué es eso? Es algo que todos vivimos alguna vez, y que yo acabo de ponerle un nombre obvio y hasta tonto. Es el momento en el que uno queda caminando detrás de una persona y siente la necesidad de esquivarla o sobrepasarla, pero he aquí cuando uno se da cuenta de que se le hace imposible, o porque las dimensiones de dicha persona ocupan demasiado espacio en la vereda, o porque su velocidad es la justa como para que no podamos pasarla ni menos que menos, soportar toda nuestra caminata detrás del individuo, como si fuésemos algún tipo de guardaespaldas, o en su defecto, algún tipo de maniático que está a punto de realizar su maldad.
Dadas las circunstancias, me decido a sobrepasarla a mí manera: caminando bien rápido por el pasto del vecino (que tanto lo cuida y que por algo hizo hacer una vereda), casi corriendo, hecho que siempre me hace sentir como un loco, pero que al fin y al cabo, resuelve mi problema.
Pero esta vez fue diferente.
La señora (quien quizás fuese algún tipo de persona híper-sensible a la velocidad, o en el más común de los casos, traumada por algún tipo de mala experiencia en la calle) se asustó al verme pasarla tan rápido, y pegó un grito y un salto que casi me infarta.
En ese momento, me vi obligado (por alguna razón que hasta este día desconozco) a dar una explicación que justificase mis movimientos bruscos.
- Disculpe, señora, no se asuste... no le voy a hacer nada- dije, sintiéndome cada vez menos claro y más confuso.
- No... está b...
- Siempre y cuando me deje pasar- interrumpí, ahora ya en un tono de persona con problemas mentales. Mi voz y mi actitud empezaban a descontrolarse. Me agité.
La señora mi miró con los ojos bien abiertos, y con un brazo cruzando su pecho con la mano en su hombro, y el otro sosteniendo firmemente su cartera.
- Ahora, si no me deja pasar, puedo llegar a pedírselo de buena manera, cosa que no creo, le resulte una agresión... quiero decir, en ese caso no le "habría hecho nada", ¿me entiende?
La señora parecía una de esas estatuas vivientes de la calle Florida. Me metí una mano en el bolsillo (como si fuera a buscar una moneda para recompensar su extraño arte) y deje la otra libre, para ayudar a expresarme mejor. Me agité más aun.
- Si aun así, no me dejase pasar, accedería a pedírselo de mala manera. De manera descortés.
- Está bien, no se preocu...
- Ahora bien. Si a usted se le canta no dejarme pasar porque es una vieja jodida, quizás en ese caso llegue a empujarla o a apartarla de mi camino con algún otro tipo de contacto físico. Quizás ahí sea el momento en el que usted considere que yo "le he hecho algo". Pero aun hay más. Si usted insistiera en no dejarme pasar, después de mi empujón, ahí sí, seguramente yo le...
Me interrumpí. Me paré. Me auto-callé.
Observé que la señora ya no estaba. Traté de recordar alguna imagen que haya visto mientras vomitaba todas esas suposiciones, y creí haberla visto entrar a su casa. En eso observé su cabeza que se asomaba por su puerta, mirándome con horror, en la lejanía.
Pero algo me distrajo.
Era otra señora, más pequeña, con más arrugas y más cara de ojete, parada frente a mí. Podía sentir su aliento a mate cocido.
- ¿Te corrés, pendejo?- me dijo de mala manera, y me empujó a un costado.
Esa noche soñé cinco sueños distintos con todas las cosas que le podría haber dicho a esa anciana maleducada, pero por alguna razón no pude.
Me quedó la vena, mirá.

No hay comentarios:

Publicar un comentario