Ernesto salió del ascensor y pudo ver
que ya había algunos vecinos reunidos en la calle. Esa noche la luna se teñía
de rojo por unos minutos. En cuanto abrió la puerta todos ellos se voltearon
para ver qué otro vecino estaba lo suficientemente al pedo como para salir a
ver la luna. Ernesto, fiel a su personalidad, evitó el contacto visual y se
ahorró cualquier gesto de saludo o comentario sobre el evento astronómico. Pisó
la calle, se cruzó de brazos y miró al cielo achinando los ojos en un gesto
sobreactuado de indiferencia a su entorno. En cuanto sintió que ya nadie lo
observaba y que todo el mundo había vuelto a la hipnosis lunar, aprovechó para
observar a sus vecinos y deducir de qué piso y departamento eran. Deducía
porque en tres años de inquilinato nunca había puesto la voluntad suficiente
como para identificarlos y mucho menos entablar relación alguna con ellos.
Además de una anciana y una niña que
bailaba hablándole a la luna, Ernesto vio que el presunto padre de la niña
tenía un cigarrillo sin encender entre los dedos y que la que parecía la madre tenía
el mismo corte de pelo de la mujer que salía a fumar al balcón justo debajo del
suyo. Mierda. Eran los del departamento de abajo. Ernesto volvió a exagerar su
interés por el eclipse.
Más allá de la conversación entre la
niña y la luna, reinaba cierto silencio incómodo.
- ¿Vos sos el del 4to A, no? -, escuchó
Ernesto de repente, justo antes de que terminara de decidirse por volver a su
casa y evitar lo que ya estaba sucediendo.
Con un pobre intento de simular cierta
distracción, Ernesto bajó la mirada tranquilo y se tomó unos segundos para
mirar a su vecino a los ojos, como si realmente no reconociera al sujeto que lo
interpelaba.
- Sí… ¿por?
- Yo soy del 3ro A.
- Sí… ¿por?
- Yo soy del 3ro A.
- Ah… ¿cómo estás?
- Bien che.
- Me alegro -, balbuceó Ernesto mientras
volvía la mirada al eclipse, tratando de improvisar un interés por el fenómeno
que ni la luna misma se lo creía. En su cabeza maldecía el momento en que había
decidido bajar en vez de mirarlo por la tele, que por cierto tenía mucha mejor
definición.
- Che, ¿te puedo pedir un favor?
- Sí decime -, contestó nervioso Ernesto
sin quitar la mirada del cielo.
- ¿Podrías escuchar la música un poco
más bajo?
Ernesto quedó helado. No podía creer que
realmente estaba sucediendo lo que más temía. No tuvo mejor idea que mantener
su mirada en la luna.
- ¡Che! -, exclamó el vecino haciendo
que la anciana se sobresaltara.
- ¿Qué pasa? -, le contestó Ernesto,
bajando la mirada y pasando repentinamente de la indiferencia pasiva a un
fastidio casi infantil.
- ¿Me escuchás lo que te digo? Te estoy
pidiendo por favor que cuando escuchás música la pongas un poco más bajo porque
me retumba todo el departamento. No sé si es tu equipo de música o qué pero hay
días que no puedo ni escuchar a mi mujer.
- Bueno, bueno – murmuró Ernesto
tratando de terminar la conversación a toda costa y recordar qué carajos estaba
haciendo ahí mirando para arriba.
- ¿Pero me entendés lo que te digo?
- ¡Sí, hombre! - explotó de repente
Ernesto – ¡Ya entendí! ¿No ves que estoy mirando la luna roja? ¿Te parece
momento para hablar de esto? No me dejás ni disfrutar de un fenómeno climato...
astrológico, astronómico-lógico.
- Tres veces te fui a golpear la puerta
y no me atendiste.
- Bueno, debía estar escuchando música.
Tocá más fuerte la próxima.
- Ah, me estás boludeando.
- No, vos me estás rompiendo las bolas.
Mirá, ¿sabés qué? Me voy a verlo por la tele. Me cansaste.
Ernesto entró violentamente al edificio
mientras se quejaba del país, de la luna y de la puta madre que los parió a
todos.