26 de septiembre de 2010

De cobayos y ratas

Las últimas luces de la casa se apagaron y los ojos del cobayo manchado quedaron perdidos en la oscuridad, brillando con la luz de la luna que entraba por entre las cortinas. El cobayo pardo ya se había acomodado en un rincón y miraba a su compañero parado con el hocico contra la rejilla de la jaula.
- ¿Qué esperás? -preguntó el viejo de pelaje oscuro con un tono algo escéptico de entrada.
- Que vengan -respondió el otro automáticamente.
El viejo se dio cuenta a tiempo de que cualquier otra pregunta que pudiera hacer al respecto podría desencadenar una discusión de la que ya había participado lo suficiente como para volver a ahondar en ciertos temas. Una risa irónica y un suspiro bastaban para señalar la abstención. Cerró los ojos y se dispuso a soñar con un buen trozo de manzana por la mañana.
El cobayo manchado permanecía en su vigilia, calmo y alerta. Movió sus patitas y se acomodó entre las virutas. La casa ya estaba casi dormida. Justo en el momento en el que volteaba su cabeza para asegurarse de que el viejo dormía, oyó el sonido.
Un pequeño ratón de color gris asomaba su nariz por un pequeño orificio en el zócalo, cerca de la puerta que daba al parque. Con pequeños movimientos cortos y rápidos fue ingresando todo su cuerpo a la habitación. Con la cola dentro del orificio aun, se quedó unos segundos quieto analizando el aire con su olfato. El cobayo manchado estiraba su cuello agarrado de la reja de la jaula con sus patas delanteras. Lo había estado observando muy detenidamente desde que lo oyó entrar.
De repente, el ratón se disparó a alta velocidad a lo largo de la cocina, pegado contra el zócalo para no ser visto y no perder la noción de las dimensiones. El cobayo lo vigilaba desde lo alto del aparador intentando no perderlo de vista en la oscuridad. Al llegar a una esquina, el ratón se tomó un tiempo para volver a olfatear el lugar y luego corrió directo hacia la falseada puerta que pretendía salvaguardar la basura de intrusos como aquel. Con mucho esfuerzo, el ratoncito pudo empujar la puerta y entrar al cubículo donde lo esperaba su hediondo festín. Por un momento, sólo se podía observar la cola del ratón asomándose por debajo de la puerta entreabierta. El cobayo seguía espiando al pequeño ladrón con ansias de ver qué lograba sacar de los restos de comida guardados tras aquella puerta.
Una luz en el pasillo se encendió y el cobayo quedó enceguecido por un momento. Desesperado, trató de alarmar al ratón desde allí arriba. Lo primero que se lo ocurrió fue arrojar viruta al suelo, a través de la reja, pero no fue demasiado el ruido que pudo lograr por lo que, sin más, se subió a la rueda y comenzó a correr lo más rápido que pudo.
- ¿Qué carajo hacés? -le gritó el cobayo viejo, pero el manchado no le prestó atención. Seguía corriendo con el cuello estirado, esperando ver al ratón saliendo por la puerta de la basura. La luz de la cocina se encendió e inmediatamente vio una bola gris disparada a gran velocidad a través de la cocina, en una línea recta hacia el orificio en el zócalo cerca de la puerta. El ratón desesperado atravesó el conducto con dificultad y desapareció.
La Niña se paró frente a la jaula observando perpleja cómo el cobayo de manchas corría en la ruedita como nunca antes lo había hecho. El viejo dormía como siempre. La Niña sonrío y golpeó la jaula con un dedo. El cobayo joven, confundido, aumentó la velocidad. La Niña parecía ahora enojada y de un golpe en el techo de la jaula con la palma de la mano hizo detener al cobayo que olfateó el aire unos segundos y corrió directo a una esquina, se acurrucó y cerró los ojos. Las luces de la casa volvieron a apagarse.

- ¿Y ahora por qué no comés? -preguntó el cobayo pardo al otro mientras mordisqueaba desesperado su pedazo de manzana verde.
El cobayo manchado, tirado contra la reja lejos de su trozo de fruta, se miraba las patas traseras mientras las movía como si pedaleara.
- No tengo hambre -balbuceó.
El viejo le echó otra de sus ya conocidas miradas escépticas.
- ¿Por qué no te dejás de joder?
- Porque estoy harto de estar acá adentro, comiendo y haciendo nada, mirando todo a través de la reja.
- Así es la vida, acostumbrate.
- No, no me quiero acostumbrar. ¿Vos viste al ratón gris de anoche?
- ¡Yo sabía! -comenzó a reír el viejo- ¿Qué tenés con las ratas?
- ¡Que se la viven jugando para comer! -gritó indignado el cobayo manchado- No es que quisiera que vivan encerradas como nosotros, pero acá la comida nos la sirven como a duques y a ellos los envenenan o los desnucan por comerse la basura. ¡La basura! ¡La que tiran todos los días porque no la quieren!
- ¡Y si son ratas! ¿No las ves? ¡Son - ra - tas!
- ¿Y nosotros qué somos?
- Cobayos, claramente.
- ¿Y cuál es la diferencia?
El viejo lo miró con los ojos abiertos, sin entender una sola palabra de lo que el otro le preguntaba.
- Basta – dijo, determinante-, acá se queda. Evidentemente estás muy pelotudo.
- Como vos digas – se resignó irónicamente el joven.
El silencio se adueñó de la jaula por el resto del día y el trozo de manzana verde del cobayo manchado se oxidó lentamente con el aire de primavera que entraba por los ventanales de la cocina y hacía flamear como banderas las cortinas con motivos gastronómicos.

Llegaba una noche más de esas en las que los seres humanos suelen dejar los ventanales abiertos para que entre el viento fresco y se lleve el calor del día que quedó atrapado en la casa. Esta vez el viento no era demasiado fuerte pero circulaba suavemente.
El orificio en el zócalo ya había sido bloqueado por un taco de madera y algunas hojas de diario viejo. El ratón se disponía ahora, en la base de uno de los ventanales, a masticar con paciencia el mosquitero de plástico verde. El cobayo manchado lo observaba fascinado.
Una vez dentro, el ratón saltó del ventanal a la mesada y comenzó a inspeccionar el lugar con su bigotudo hocico. El cobayo se paró detrás del trozo de manzana verde oxidado y lo empujó con esmero hasta el frente de la jaula. Era una rebanada bastante fina, por lo que la ubicó de manera que pudiera hacerla pasar por entre dos de las barras del enrejado. Se asomó sobre la media rodaja y vio que el ratón ya no estaba. Supuso que había entrado una vez más al basurero, entonces esperó.
Esta vez el ratón tuvo su tiempo para revisar la basura y salir tranquilo. Antes de que comenzara a buscar su salida, el cobayo le llamó la atención con un breve chillido. El ratón se quedó congelado. Al segundo chillido comenzó a olfatear el aire y finalmente divisó la jaula en lo alto del aparador. Parecía desconfiado, no sabía qué era lo que le llamaba la atención con ese sonido.
Entusiasmado por el éxito, el cobayo comenzó a empujar el trozo de manzana a través de los barrotes. Eran algo más estrechos y rallaron la manzana quitándole un poco de agua, que goteó sobre el suelo llamando más aun la atención del ratón. Al caer definitivamente la rebanada al suelo, el ratón salió disparado hacia ella y la masticó hasta deglutirla en unos segundos. El cobayo trataba de verlo desde la altura como podía, desde una perspectiva demasiado vertical. El ratón se relamió y se limpió los bigotes antes de echar una última mirada a la jaula. Confundido, corrió hacia la mesada, subiendo por una silla cercana y saltando luego al ventanal. Antes de escapar, se volteó para mirar una vez más y observó a lo lejos dos ojos brillando en la oscuridad.

- ¿Anoche te agarró el hambre? –preguntó el cobayo pardo al manchado que asintió levemente mientras comía con desesperación un nuevo trozo de manzana.
- Y ahora no podés parar – agregó.
El otro sonrió sin dejar de masticar la fruta.
- Estuve pensando en lo que dijiste ayer – comentó tímidamente el viejo-. Hijo, la vida hay que aprovecharla. Si acá nos encontramos, por algo debe ser. No podemos rechazar lo que se nos da.
El joven no soltó la manzana ni respondió a ninguna de las palabras del viejo, que lo miraba con impotencia. Resignado, dio media vuelta y volvió a recostarse en su esquina.
No tardó en llegar la noche y el cobayo manchado ya tenía preparado un trozo de manzana que guardó bajo algunas virutas especialmente para volver a tomar contacto con la rata. Bloqueados el orificio del zócalo y cerrados los ventanales de la cocina, no había forma de que algún roedor pudiera ingresar a la casa y el cobayo se dio cuenta de que no había reparado en eso, por lo que pasó la noche en vela, comiéndose de a poco el resto de la manzana y durmiéndose a la hora en la que el sol comenzaba a asomar entre las cortinas.

Una noche más llegó como todas y ambos cobayos se encontraban en sus respectivas esquinas. El viejo ya dormía y el joven esperaba pacientemente a que sus párpados cayeran y ya no quedara otra opción que hundirse en el sueño.
La jaula comenzaba a ceder ante las manos que metían sus dedos entre los barrotes, tratando de alcanzar al cobayo que buscaba desesperado una salida. El ruido de los barrotes doblándose y quebrándose eran terroríficos y entre risas y gritos de humanos se escuchaba un agudo chillido que el pequeño animal no podía identificar. De repente, la base de la jaula se abría y el cobayo caía sobre una canasta repleta de manzanas y ratas que lo esperan con la boca abierta. El chillido agudo se multiplicaba y el cobayo despertó de golpe. La casa dormía en silencio. El joven trató de asimilar la pesadilla y antes de que sus rápidas pulsaciones volvieran a estabilizarse, un lejano chillido lo sorprendió otra vez. Esta vez era real y venía de afuera de la jaula.
Desesperado, el joven roedor corrió hasta un extremo de la jaula y trató de mirar hacia abajo con un solo ojo. Allí estaba el ratón gris, en la base del aparador, erguido sobre sus patas traseras mientras olfateaba el aire.
- ¿Tienen algo? – preguntó el pequeño carroñero apenas vio unos bigotes asomarse.
- ¿Qué? – preguntó el cobayo confundido aun por la pesadilla.
- Si tienen algo, no tengo mucho tiempo.
El de la jaula se volteó y vio que no había restos de comida en ella. Hacía varios días ya que había abandonado su austera campaña de caridad.
- No, no tengo nada –le contestó apresurado-. Puedo decirte dónde hay. La heladera está repleta.
El ratón se quedó unos segundos olfateando el aire, se apoyó en sus patas delanteras y se perdió por debajo de la mesa.
- ¡Esperá! ¿A dónde vas? -exclamó el cobayo tratando de no despertar al viejo- La heladera es para el otro lado –explicó.
Unos segundos después, vio al ratón subir velozmente por la pata de una silla y pararse sobre el respaldo.
- ¿Pensás que no sé dónde está la comida? ¿Pensás que somos boludas? ¿Cómo carajo querés que abra una heladera? Soy una rata, pelotudo ¿Cuánto pensás que mido?
-No, perdoname –fue lo único que se le ocurrió  decir. La vergüenza que sentía lo ahogaba.
- Vos las tenés todas allá arriba. ¿Te pensás que es fácil? Vení, bajá y ponete a buscar algo para comer, vas a ver lo jodido que son las cosas acá abajo.
El cobayo calló. El ratón lo miró decepcionado, bajó de la silla y lo miró una vez más desde el suelo.
- Podés tirarme un pedazo de manzana cada tanto, pero desde allá arriba nunca vas a cambiar las cosas –sentenció antes de abandonar la habitación por el orificio que había vuelto a abrir carcomiendo el taco de madera.

- ¿Otra vez sin hambre? –preguntó el cobayo viejo que ya veía frustrados sus intentos por comprender a su compañero de jaula.
- Sí –respondió seco el otro.
El cobayo pardo ya estaba viejo y ahora lo único que le importaba realmente era su pedazo de manzana diario y su colchón de virutas hasta el día que no volviera a despertar. Por eso simplemente calló.
Afuera llovía a cántaros y el cobayo joven intentaba tenazmente vencer uno de los barrotes de la jaula y doblarlo para abrir un orificio lo suficientemente grande como para escapar por allí. El viejo dormía cada vez más profundamente. Ni los destellos ni los truenos afuera lograban despertarlo.
El cobayo joven se entusiasmó al ver que uno de los barrotes cedía levemente y ya se disponía a doblar el segundo cuando observó a lo lejos, en el suelo de la cocina, una pequeña bola negra deslizándose lentamente a lo largo del zócalo bajo los ventanales. El ratón, empapado de agua, se dirigía sigilosamente hacia la parte de atrás de la heladera, por donde generalmente lograba trepar hasta la mesada.
El cobayo manchado duplicó sus fuerzas y desesperadamente trató de vencer el segundo barrote para poder bajar al tan ansiado encuentro con la rata cuando un estallido seco retumbó en toda la cocina. El cobayo se quedó paralizado por el ruido.
Una luz se encendió en el pasillo y el joven volvió desesperadamente a su rincón. Inmediatamente se encendió la luz de la cocina y La Mujer caminó directo a la heladera. Se asomó por detrás de ésta y dio un alarido que sobresaltó a ambos cobayos. El viejo lo miró al joven, confundido. El cobayo manchado le devolvió la misma mirada. El Hombre entró a la cocina y apartó a La Mujer de su camino. Corrió con todas sus fuerzas rápidamente la heladera y tomó una bolsa. El cobayo pardo caminó hacia el frente de la jaula y pudo observar cómo El Hombre introducía en la bolsa una rata desnucada por su trampa. El viejo sonrió y miró a su compañero. El joven tenía la mirada perdida y temblaba del terror.
En un instante todo volvió a la normalidad. La casa quedó en silencio y sólo se escuchaba la lluvia cayendo sobre el techo. El cobayo joven ya no temblaba. Desde la distancia, acurrucado en su tibio rincón, miraba con los ojos completamente abiertos los dos barrotes de metal doblados.