18 de abril de 2010

Sobre pretenciones

¿Cuál es la diferencia entre ser aquello que uno era, que uno se dispone día a día a dejar de ser y con lo que uno está cada vez más en desacuerdo, y esto que uno pretende ser, que uno intenta constantemente demostrar que es, hasta el último detalle, corrigiéndose una y otra vez, convenciéndose a la fuerza de que uno ya lo es desde el momento en que deja de ser aquello primero?
Descubro que el yo que veo mal es tan explícito y avergonzante como difuso, ambiguo y engañoso es el yo que veo bien. No sé qué soy en este momento, no puedo determinar cómo ser ni cómo cambiar lo que me hace la persona que no quiero ser. Pretendo dejar de ser algo con sólo negarlo y ser otro con sólo afirmarlo. Pero me doy cuenta que el pretender ser algo nuevo con sólo afirmarlo, determina que hay algo en mí a cambiar que no estoy viendo, y es el aspecto autoritario, caprichoso y engañoso que me obliga a creer que soy algo cuando realmente no lo soy.
Descubro también en mí la vanidad al querer ser una más entre todas las personas. Esa contradicción me lleva a replantearme mis más profundos deseos, sueños y utopías. ¿Cuán lejos podré ir y cuán exitoso podre llegar a ser en la búsqueda de mis principales objetivos, si se encuentran éstos agraviados por un objetivo tramposo, subyacente e invisible que no logro asumir ni neutralizar? Quizás deba primero abandonar la mayor parte de esos objetivos para replantearme quién soy, qué soy y qué es lo que quiero ser.
Accionar libre e independientemente contra el sistema que nos oprime, junto a compañeros que apuntan hacia un objetivo similar, cuando es entre nosotros que descubrimos, al vernos reflejados, una inmaudrez, una indeterminada e inconclusa introspección, y una más que evidente vanidad, propia de cualquier sujeto conciente de sus ambiciones, creo que nos obliga a detener nuestro paso, calmar nuestras ansias, y sentarnos a escuchar lo que nos dice nuestra propia mente.
Creo que es necesario también tener en cuenta la inminencia con la que se presenta la frustración. Descubro en mí que ninguna de mis convicciones está del todo determinada como tal, y que en este mundo hay miles de millones de personas, de la cuales yo soy sólo una. Una en miles de millones.
Planteo, pues, por el momento, reducir la lucha a buscar ser lo que uno pretender ser y no buscar hacer del mundo lo que uno pretende que el mundo sea.

16 de abril de 2010

Conclusiones sobre La Náusea

Acabo de terminar de leer La Náusea, de Jean Paul Sartre. Fue la última vez que lo terminé de leer por primera vez. Hubiera querido que fuese mejor, por ser la última vez. Pero no, fue un final leído a los apurones sobre un colectivo, con un envión de emoción que me arrojó al vacío que llena la parte de adentro de la contratapa. A pesar de eso, no voy a intentar leerlo de nuevo. Ya me ha pasado y ya lo he intentado, y es en vano. Los finales se leen una primera y última vez; las demás, son falsas reproducciones, vacías.
Por más inconveniente que pueda resultar terminar un libro a los apurones antes de que el colectivo sobre el que uno viaja llegue al destino en que uno pretende descender, resulta una experiencia especial. Siempre cierro el libro, en busca de algo más; su finitud es mortal, y me da a entender que no sólo Borges supo soñar con el libro de arena.

Vivo en el siglo XXI y aún soy algo adolescente. Pensé en seguida en expresar todo eso que sentí, o lo que más logre rescatar, a través de este fenómeno llamado Internet. Qué estúpido, qué coherente. Demasiado fiel a mi generación. Pero es que Sartre no sólo me ha dicho “ce que tu ressens, c'est l'existence, c’est la nausée”, no sólo rompió con mi ego como lo hizo con el suyo y con el de Antoine Roquentin, sino que, además, me genero una necesidad, una urgencia desesperante por querer que todo el mundo sienta la Náusea. Si todo el mundo la sintiera, si todo el mundo pudiera sentir la Náusea, éste sería otro mundo. Por eso quise llevar toda esa gran sensación que me generó Jean Paul con su libro a la red social donde circula la gran mayoría de los jóvenes de mi generación, en especial aquellos con quienes puedo compartir un evento personal e intelectual de este tipo.

Juro que me superan las ganas de subir el libro entero de a fragmentos. Sería una locura, pero es que siento que no es suficiente con recomendárselo a uno y cada uno. De todas formas, no sé cuántos podrían llegar a apreciarlo como yo lo hice. Estoy seguro de que yo mismo no he podido entenderlo por completo, pero supongo que no es fácil llegar a la concepción de la existencia que plantea Sartre, a vivir esa experiencia que él llama la Náusea. Nada se pierde intentando.

Finalmente, una de las conclusiones más fuertes que pude formular al finalizar la novela es que si Sartre esperaba, como M. Roquentin, perpetuar su existencia a través de un libro, lo logró. O por lo menos conmigo.

Jean Paul Sartre, yo pienso mucho en usted, aunque ya esté muerto.

10 de abril de 2010

Fragmento de La Náusea, de Jean-Paul Sartre

(Antoine Roquentin se encuentra almorzando con el Autodidacto en un restorán.)

"Recorro la sala con la vista. ¡Qué farsa! Todas esas personas están sentadas con aire de seriedad: comen. No, no comen: reparan sus fuerzas para llevar a cabo la tarea que les incumbe. Cada uno tiene su pequeño empecinamiento personal que le impide darse cuenta de que existe; no hay una que no se crea indispensable para alguien o para algo. (...) Cada uno de ellos hace una cosita, y nadie más indicado para hacerla. (…) Y yo estoy entre ellos, y si me miran, han de pensar que no hay nadie más indicado que yo para hacer lo que hago. Pero yo sé. No lo demuestro, pero sé que existo y que ellos existen. Y si conociera el arte de persuadir, iría a sentarme junto al hermoso señor de pelo blanco y le explicaría lo que es la existencia. Pensando en la cara que me pondría, lanzo una carcajada. El Autodidacto me mira sorprendido. Quisiera detenerme, pero no puedo: me río hasta las lágrimas.
-Está usted alegre, señor – me dice el Autodidacto con aire circunspecto.
-Es que pienso – le digo riendo – que estamos todos aquí, comiendo y bebiendo para conservar nuestra preciosa existencia, y no hay nada, nada, ninguna razón para existir.
El Autodidacto se ha puesto grave. Hace un esfuerzo para comprenderme. Me reí demasiado fuerte; he visto que varias cabezas se volvían hacia mí. Y además lamento haber dicho tanto. Después de todo, a nadie le interesa.
Repite lentamente:
-Ninguna razón para existir… ¿Quiere usted decir, señor, que la vida no tiene objeto? ¿No es eso lo que llaman pesimismo?
Reflexiona un instante más y dice, con dulzura:
-He leído hace unos años un libro de un autor americano; se llamaba: ¿Vale la pena vivir la vida? ¿No es la cuestión que usted plantea?
Evidentemente no, no es la cuestión que yo planteo. Pero no quiero explicar nada.

-Concluía - me dice el Autodidacto con tono consolador- defendiendo el optimismo voluntario. La vida tiene un sentido si uno quiere dárselo. Primero hay que obrar, lanzarse a una empresa. Cuando se reflexiona, la suerte ya está echada, uno está comprometido. No sé qué piensa usted de esto, señor.
-Nada - digo.
O más bien pienso que es ésa la clase de mentira que se dicen perpetuamente el viajante de comercio, los dos jóvenes y el señor de pelo blanco.
El Autodidacto sonríe con un poco de malicia y mucha solemnidad.
-Tampoco es mi opinión. Pienso que no necesitamos buscar tan lejos el sentido de nuestra vida.
-¿Eh?
-Hay un objetivo, señor, hay un objetivo... Están los hombres."